Para el día de hoy (30/03/19):
Evangelio según San Lucas 18, 9-14
Más allá de cualquier razón o motivo, justo es decir que tenemos un demoledor preconcepto contra los fariseos, asociándolos -quizás de manera cinematográfica- al villano religioso, al personaje execrable sin miramientos.
Sin embargo, los fariseos eran hombres profundamente piadosos y que tenían una importante formación religiosa; el celo empeñado en la observación de la Ley implicó, en los duros tiempos del exilio y frente a las amenazas extranjeras, el resguardo de la identidad nacional judía y el respeto a las antiguas tradiciones. Por ello, en todo tiempo en donde el peligro de cualquier relativismo socava presente y futuro, la figura de los hombres estrictos y rigurosos con los mandatos cobra especial relevancia. ¿Cómo no respetar a aquellos que interpelan la historia desde la fé, o mejor dicho, desde la Torah y la ley de Moisés?.
Los problemas radican en la literalidad y en la absolutización de los reglamentos. La literalidad, origen de todos los fundamentalismos, pierde de vista sentido y trascendencia y, peor aún, suele execrar al otro y al distinto. La absolutización de los reglamentos es el desmedro de lo que importa, el mismo Dios, en pos de aquello que tiene carácter instrumental, es decir, el mutar los medios en fines en sí mismos.
Por otra parte, un publicano recaudaba impuestos a favor del ocupante imperial romano: es menester tener en cuenta que la evasión impositiva, en aquel entonces y siendo Judea y Galilea provincias romanas, se consideraba sedición y se castigaba con la pena capital. De allí que el recaudador de impuestos tenía a favor de su actividad el poder militar y represivo romano como respaldo. Además, los publicanos adicionaban un monto a la carga tributaria establecida que era en la práctica su ganancia y su fortuna; a menudo se valían de prácticas extorsivas.
Si a todo ello añadimos los rígidos criterios de pureza e impureza ritual vigentes en aquel entonces, un publicano era peor que una prostituta, un impuro absoluto vendido al opresor, un traidor que vendió su alma al enemigo, un judío que desprecia cotidianamente la Ley.
A nosotros, en pleno siglo XXI, probablemente se nos pierda de vista, pero para los oyentes de Jesús de Nazareth el escenario era mucho más claro: el respetable es, obviamente, el fariseo, el repudiable de antemano el publicano.
Pero en verdad nadie es bueno o malo por su pertenencia, sino por lo que hace y también por lo que omite.
En la formulación de la plegaria farisea nada hay de objetable. Formalmente es correcta, pero su contenido es autorreferencial, al extremo que Dios queda en un segundo plano, como un fedatario que contabiliza sus buenas obras, su ayuno, su diezmo. Autoenaltecido en su orgullo, desaloja al prójimo en su horizonte pues desprecia a aquellos que no tienen su misma profundidad religiosa.
Quizás su oración exprese esa religiosidad sin Dios, o mejor dicho, la religiosidad de un Dios distante e inaccesible al que se le arrancan favores mediante las prácticas piadosas acumulables.
En cambio, la plegaria del publicano rebosa humildad y pone por delante a Dios. No es difícil imaginarnos la escena, hasta con su propio cuerpo reza de ese modo, quedándose al fondo de todo, sin animarse a levantar la mirada. El publicano se irá justificado porque, aún siendo un pecador público y notorio, desde su real estatura sumida en esos andares turbios suplica y confía en la misericordia de Dios, en su perdón, en su bondad.
Confía sin resignarse, confía con todo y a pesar de todo, confía en que se Dios sea capaz de enderezar ese destino que ha torcido sin remedio aparente.
Todos, en cierto modo, somos mendigos de la misericordia de Dios, portadores de una miríada de miserias que usualmente buscamos y a las cuales nos aferramos sin pensarlo demasiado. Sólo el amor de Dios salva, y en esos desiertos nos bastaría apenas unas migajas de perdón para sobrevivir.
Pero el amor de Dios no se mide, y así, suplicando algo que nos permita perdurar un poco más, se nos vuelca sobre nosotros y con serena alegría canastas llenas del pan de la misericordia.
El amor de Dios todo lo puede.
Paz y Bien
Sin embargo, los fariseos eran hombres profundamente piadosos y que tenían una importante formación religiosa; el celo empeñado en la observación de la Ley implicó, en los duros tiempos del exilio y frente a las amenazas extranjeras, el resguardo de la identidad nacional judía y el respeto a las antiguas tradiciones. Por ello, en todo tiempo en donde el peligro de cualquier relativismo socava presente y futuro, la figura de los hombres estrictos y rigurosos con los mandatos cobra especial relevancia. ¿Cómo no respetar a aquellos que interpelan la historia desde la fé, o mejor dicho, desde la Torah y la ley de Moisés?.
Los problemas radican en la literalidad y en la absolutización de los reglamentos. La literalidad, origen de todos los fundamentalismos, pierde de vista sentido y trascendencia y, peor aún, suele execrar al otro y al distinto. La absolutización de los reglamentos es el desmedro de lo que importa, el mismo Dios, en pos de aquello que tiene carácter instrumental, es decir, el mutar los medios en fines en sí mismos.
Por otra parte, un publicano recaudaba impuestos a favor del ocupante imperial romano: es menester tener en cuenta que la evasión impositiva, en aquel entonces y siendo Judea y Galilea provincias romanas, se consideraba sedición y se castigaba con la pena capital. De allí que el recaudador de impuestos tenía a favor de su actividad el poder militar y represivo romano como respaldo. Además, los publicanos adicionaban un monto a la carga tributaria establecida que era en la práctica su ganancia y su fortuna; a menudo se valían de prácticas extorsivas.
Si a todo ello añadimos los rígidos criterios de pureza e impureza ritual vigentes en aquel entonces, un publicano era peor que una prostituta, un impuro absoluto vendido al opresor, un traidor que vendió su alma al enemigo, un judío que desprecia cotidianamente la Ley.
A nosotros, en pleno siglo XXI, probablemente se nos pierda de vista, pero para los oyentes de Jesús de Nazareth el escenario era mucho más claro: el respetable es, obviamente, el fariseo, el repudiable de antemano el publicano.
Pero en verdad nadie es bueno o malo por su pertenencia, sino por lo que hace y también por lo que omite.
En la formulación de la plegaria farisea nada hay de objetable. Formalmente es correcta, pero su contenido es autorreferencial, al extremo que Dios queda en un segundo plano, como un fedatario que contabiliza sus buenas obras, su ayuno, su diezmo. Autoenaltecido en su orgullo, desaloja al prójimo en su horizonte pues desprecia a aquellos que no tienen su misma profundidad religiosa.
Quizás su oración exprese esa religiosidad sin Dios, o mejor dicho, la religiosidad de un Dios distante e inaccesible al que se le arrancan favores mediante las prácticas piadosas acumulables.
En cambio, la plegaria del publicano rebosa humildad y pone por delante a Dios. No es difícil imaginarnos la escena, hasta con su propio cuerpo reza de ese modo, quedándose al fondo de todo, sin animarse a levantar la mirada. El publicano se irá justificado porque, aún siendo un pecador público y notorio, desde su real estatura sumida en esos andares turbios suplica y confía en la misericordia de Dios, en su perdón, en su bondad.
Confía sin resignarse, confía con todo y a pesar de todo, confía en que se Dios sea capaz de enderezar ese destino que ha torcido sin remedio aparente.
Todos, en cierto modo, somos mendigos de la misericordia de Dios, portadores de una miríada de miserias que usualmente buscamos y a las cuales nos aferramos sin pensarlo demasiado. Sólo el amor de Dios salva, y en esos desiertos nos bastaría apenas unas migajas de perdón para sobrevivir.
Pero el amor de Dios no se mide, y así, suplicando algo que nos permita perdurar un poco más, se nos vuelca sobre nosotros y con serena alegría canastas llenas del pan de la misericordia.
El amor de Dios todo lo puede.
Paz y Bien
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