Transfiguración, abdicar de toda resignación










Domingo Segundo de Cuaresma

Para el día de hoy (25/02/18) 

Evangelio según San Marcos 9, 2-10







La lectura de este domingo se nos presenta y ofrece plena de símbolos que nos enriquecen.

El monte elevado -o la montaña- es el ámbito propicio para el encuentro con Dios y en donde acontecen las teofanías, manifestaciones de lo divino.

Es menester tener en cuenta que el Evangelista relata que el Maestro aprovecha la fiesta judía de los Tabernáculos -Sukkot-, fiesta de cosechas pero también memorial de la precariedad con que el pueblo peregrino hubo de vivir esos cuarenta años en el desierto; de allí la edificación de pequeñas chozas o cabañas.

Moisés es el gran legislador de Israel, y su presencia es la expresión de la Ley.
Elías es el profeta mayor que iba a regresar para la restauración de un Israel liberado de sus opresiones.
En la escena, la Ley y los Profetas se subordinan amistosa y humildemente al rabbí galileo, y en ese diálogo diáfano se intuye que ambas, Ley y profetas, encuentran sentido en ese Cristo resplandeciente. Más aún, apuntan a Él, preparan los caminos a través de la madeja de siglos para su llegada.

El contexto previo es importante: Jesús de Nazareth les ha anunciado a sus amigos que había de sufrir mucho a manos de sus enemigos, y el desconcierto y la pena de ellos es mayúsculas. Todavía permanecen en sus mentes y en sus corazones viejos esquemas de un Mesías glorioso, revestido de poder que aplastaría a sus enemigos y que enarbolaría sobre sí la corona de Israel. Es de imaginarse que no solamente estén confundidos y deprimidos, sino presa fáciles del desánimo.

Pero nadie queda librado a su suerte o, necesariamente, ha de encerrarse en sus estados de ánimo. Éstos son como los resfríos, hay que dejar que se pasen nomás, hay algo más que es lo que en verdad trasciende.

Pero el Maestro lo sabe, y les brinda una anticipación de su Pascua que es también la de ellos y de todos nosotros. Porque en la cruz, a pesar del horror y el espanto, resplandece en Cristo la gloria de Dios por el amor llevado hasta el final, por la muerte que no tiene la última palabra.

Ese Cristo transparente es nuestra esperanza y nuestro signo decisivo para abdicar de toda resignación. Cristo es el Hijo Amado al que hay que escuchar, y por Él todos somos hijas e hijos amadísimos.

Nuestro distingo, precisamente, es la escucha atenta a ese Cristo transparente de luz que nos transforma, transfigura y compromete. Por ello no podemos quedarnos allí quietos, instalados a pesar de el afable momento.
Del monte hay que bajar al llano oscuro para que la luz se expanda, pequeñísimas antorchas que somos, señales de auxilio y esperanza para nuestra gente.

Paz y Bien

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