Para el día de hoy (26/02/18):
Evangelio según San Lucas 6, 36-38
Hay cuestiones familiares que se adivinan o se intuyen no tanto por los rasgos físicos, sino por los caracteres, por el talante, por el modo de ser en el mundo. Y eso cobra especial valor en un mundo globalizado que tiende a desdibujar y uniformar identidades.
Así, quizás, sea un modo de saber cómo y quienes somos, y adonde pertenecemos por lo que hacemos y por cómo lo hacemos antes que esgrimir credenciales o certificados de pertenencia.
Jesús de Nazareth amplió los acotados lazos biológicos o sociales de tribu o clan a una familia inmensa, de hijas e hijos de Dios, hermanos suyos en verdad y realidad. Nada de como si fueran, nada de eso; certeza indiscutible de pertenencia familiar.
Tal vez, entonces, los cristianos -aquellos que nos declaramos pertenecientes a la familia de Cristo, discípulos y seguidores- nos hemos esforzado demasiado en la portación de esas tarjetas o documentos que nos confieren una pretendida pertenencia religiosa. Porque entendemos lo religioso como la adhesión a dogmas, el cumplimiento de preceptos, la identificación litúrgica; todo ello no está nada mal, claro que nó, pero el riesgo innato es quedarse atrapados en templos de piedra, y postergar u olvidar que el culto primero al Dios de la vida comienza en el templo vivo y latiente del hermano. Porque el culto verdadero es la compasión, y la religión que todo lo trasciende es la misericordia.
Demasiado aferrados a las escasas medidas humanas, solemos olvidar que el amor no es mesurable ni cuantificable. Sin embargo, decide destinos, vida o muerte, trascender o perecer.
Sin temor a ciertos desvíos fervorosos, vivir a imagen y semejanza de ese Dios que es misericordia es ratificar que somos sus hijas y sus hijos y que por ello somos capaces, con Cristo, de transformar este rostro inhumano del mundo desde la solidaridad, el perdón, la generosidad y la justicia.
Paz y Bien
Así, quizás, sea un modo de saber cómo y quienes somos, y adonde pertenecemos por lo que hacemos y por cómo lo hacemos antes que esgrimir credenciales o certificados de pertenencia.
Jesús de Nazareth amplió los acotados lazos biológicos o sociales de tribu o clan a una familia inmensa, de hijas e hijos de Dios, hermanos suyos en verdad y realidad. Nada de como si fueran, nada de eso; certeza indiscutible de pertenencia familiar.
Tal vez, entonces, los cristianos -aquellos que nos declaramos pertenecientes a la familia de Cristo, discípulos y seguidores- nos hemos esforzado demasiado en la portación de esas tarjetas o documentos que nos confieren una pretendida pertenencia religiosa. Porque entendemos lo religioso como la adhesión a dogmas, el cumplimiento de preceptos, la identificación litúrgica; todo ello no está nada mal, claro que nó, pero el riesgo innato es quedarse atrapados en templos de piedra, y postergar u olvidar que el culto primero al Dios de la vida comienza en el templo vivo y latiente del hermano. Porque el culto verdadero es la compasión, y la religión que todo lo trasciende es la misericordia.
Demasiado aferrados a las escasas medidas humanas, solemos olvidar que el amor no es mesurable ni cuantificable. Sin embargo, decide destinos, vida o muerte, trascender o perecer.
Sin temor a ciertos desvíos fervorosos, vivir a imagen y semejanza de ese Dios que es misericordia es ratificar que somos sus hijas y sus hijos y que por ello somos capaces, con Cristo, de transformar este rostro inhumano del mundo desde la solidaridad, el perdón, la generosidad y la justicia.
Paz y Bien
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