Domingo Primero de Cuaresma
Para el día de hoy (18/02/18)
Evangelio según San Marcos 1, 12-15
El Espíritu lleva a Jesús de Nazareth al desierto. Es la plenitud de Dios que siempre empujará todos y cada uno de los instantes de su ministerio y de toda su existencia, y el Maestro es dócil, se deja conducir pues por nada se distrae, nada lo hace perder su centro que es su Padre.
El desierto es el ámbito en donde lo seguro, las comodidades y las certezas sin fundamento se desvanecen. Uno se queda allí inerme, a corazón abierto, al descubierto la propia fragilidad, y esa fragilidad es también crisol en donde se nos purifica lo que perece y lo que en verdad nos hace morir.
En un extraño movimiento interior, uno se halla enfrentado a sí mismo, y es el momento propicio para encontrarse frente a Dios.
Cuarenta días de desierto nos hacen eco de los cuarenta años de peregrinar hacia la tierra prometida, de los cuarenta días de diluvio. El desierto de Cristo se asoma así como tiempo de purificación y camino de liberación a la promesa inmensa de la vida eterna, la amorosa ratificación definitiva de la Pasión y la Resurrección.
Un detalle pequeño puede pasarse por alto, pero es crucial: Jesús convive en el desierto entre las fieras. Lo que habitualmente sería otra amenaza a la propia subsistencia, es símbolo del paraíso primigenio, de la armonía de la creación, las bestias aliadas a la humanidad sin violencias.
Cristo es el nuevo Adán en una nueva creación germinal, que no acontece en un vergel sino en las lisuras áridas del desierto, pues todo se edificará nuevamente desde las raíces y de manera definitiva.
El Evangelista Marcos no tiene un estilo literario en el que sobreabunden datos. Por ello no detalla las tentaciones, y es una motivación teológica -espiritual-: lo que cuenta es ese Cristo sometido a los deslizamientos propios de la condición humana, tan limitada. Y más aún, la asunción del Maestro de nuestras fracturas es también certeza de victoria, de superación de todos los abismos en que solemos caer.
Los ángeles que le sirven es la presencia perpetua de Dios en su vida y en la nuestra. La mano está siempre tendida para no desbarrancar, para no caernos.
El primer Adán abdicó a las tentaciones. El nuevo Adán es el hombre definitivo en su plenitud y eternidad.
Así entonces, purificados y asumidos en nuestra condición de pequeños hijos, allí sí acontece un nuevo impulso y comienzo de la Buena Noticia, la vida de la Gracia, converger hacia Dios y hacia el hermano.
Paz y Bien
El desierto es el ámbito en donde lo seguro, las comodidades y las certezas sin fundamento se desvanecen. Uno se queda allí inerme, a corazón abierto, al descubierto la propia fragilidad, y esa fragilidad es también crisol en donde se nos purifica lo que perece y lo que en verdad nos hace morir.
En un extraño movimiento interior, uno se halla enfrentado a sí mismo, y es el momento propicio para encontrarse frente a Dios.
Cuarenta días de desierto nos hacen eco de los cuarenta años de peregrinar hacia la tierra prometida, de los cuarenta días de diluvio. El desierto de Cristo se asoma así como tiempo de purificación y camino de liberación a la promesa inmensa de la vida eterna, la amorosa ratificación definitiva de la Pasión y la Resurrección.
Un detalle pequeño puede pasarse por alto, pero es crucial: Jesús convive en el desierto entre las fieras. Lo que habitualmente sería otra amenaza a la propia subsistencia, es símbolo del paraíso primigenio, de la armonía de la creación, las bestias aliadas a la humanidad sin violencias.
Cristo es el nuevo Adán en una nueva creación germinal, que no acontece en un vergel sino en las lisuras áridas del desierto, pues todo se edificará nuevamente desde las raíces y de manera definitiva.
El Evangelista Marcos no tiene un estilo literario en el que sobreabunden datos. Por ello no detalla las tentaciones, y es una motivación teológica -espiritual-: lo que cuenta es ese Cristo sometido a los deslizamientos propios de la condición humana, tan limitada. Y más aún, la asunción del Maestro de nuestras fracturas es también certeza de victoria, de superación de todos los abismos en que solemos caer.
Los ángeles que le sirven es la presencia perpetua de Dios en su vida y en la nuestra. La mano está siempre tendida para no desbarrancar, para no caernos.
El primer Adán abdicó a las tentaciones. El nuevo Adán es el hombre definitivo en su plenitud y eternidad.
Así entonces, purificados y asumidos en nuestra condición de pequeños hijos, allí sí acontece un nuevo impulso y comienzo de la Buena Noticia, la vida de la Gracia, converger hacia Dios y hacia el hermano.
Paz y Bien
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