Domingo 6° durante el año
Para el día de hoy (11/02/18):
Evangelio según San Marcos 1, 40-45
Un modo de acercarnos al Evangelio para el día de hoy es, precisamente, desde las trasgresiones a lo férreamente instituido.
Dadas las posibilidades médicas del siglo I en Palestina, es lógico que se tuviera cierto pánico a la lepra: era altamente contagiosa, y su carácter degenerativo literalmente deformaba al enfermo. Por ello mismo, la sociedad judía prefería aislar a los pacientes fuera de los pueblos y ciudades.
Todo ello tenía una puesta en práctica de varios siglos, y se hallaba instaurado desde un punto de vista religioso y social, tal como lo podemos encontrar en los capítulos 13 y 14 del libro del Levítico: es el sacerdote quien realiza el diagnóstico certero del enfermo, y quien dictamina su exclusión de la vida comunitaria, con la expresa imposición de no acercarse a nadie. Este diagnóstico no es solamente una cuestión médica, sino también un rótulo moral: se considera al enfermo como impuro, y quizás ella sea la cuestión primordial del ostracismo que se le impone, así como frente a una hipotética cura, será también el sacerdote quien articulará los ritos cultuales de readmisión a la sociedad.
El leproso, además, debía gritar su condición de impuro a fin de mantenerse alejado y de que nadie se le acerque.
Al paso del Maestro que anda, este hombre afectado por la lepra se acerca. Trasgrede de manera flagrante lo que se le ha impuesto. Es un hombre que ha vencido toda resignación y que toma la vida en sus manos, con la confianza puesta en ese rabbí que camina y no se espanta ni se aleja de su condición.
En la misma sintonía, Jesús de Nazareth también quebranta las normas instituidas. Trasgrede prohibiciones que segregan y alejan al doliente, y con ternura militante lo vuelve a considerar hermano y, por sobre todo, humano. Los estigmas que le han aplicado lo condenan al intolerable dolor de la soledad obligada, y al aceptarlo como hermano acontece el primer milagro: luego, por el mismo amor incondicional de Dios, se sanará su cuerpo enfermo.
El Maestro quiere que todo sane; por ello mismo, envía al hombre renovado y recreado a presentarse a los sacerdotes, para cumplir con los ritos establecidos de readmisión comunitaria y religiosa, con el claro mandato de que guarde silencio acerca de lo sucedido. El reconocimiento del Salvador es un proceso que requiere su maduración, no es mágico ni instantáneo.
Pero este hombre no puede contenerse, y proclama a todo aquel con quien se encuentra lo que ha sucedido, y lo difunde por toda la comarca. Esto trae una consecuencia inmediata, y es la segregación del Maestro: ha tomado contacto con un impuro, volviéndose Él mismo un excluido, y por ello no podrá entrar a pueblos y ciudades.
Sin embargo y a pesar de ello, las gentes acuden a Él desde todas partes, en los lugares solitarios y desiertos en donde se lo encuentra.
Hay que animarse a ciertas trasgresiones, aún cuando ello traiga duras consecuencias. Es menester tener el coraje de trasgredir aquello que entre nosotros hemos instituido como sagrado pero que sólo implica humillaciones y descensos en la condición humana.
Dadas las posibilidades médicas del siglo I en Palestina, es lógico que se tuviera cierto pánico a la lepra: era altamente contagiosa, y su carácter degenerativo literalmente deformaba al enfermo. Por ello mismo, la sociedad judía prefería aislar a los pacientes fuera de los pueblos y ciudades.
Todo ello tenía una puesta en práctica de varios siglos, y se hallaba instaurado desde un punto de vista religioso y social, tal como lo podemos encontrar en los capítulos 13 y 14 del libro del Levítico: es el sacerdote quien realiza el diagnóstico certero del enfermo, y quien dictamina su exclusión de la vida comunitaria, con la expresa imposición de no acercarse a nadie. Este diagnóstico no es solamente una cuestión médica, sino también un rótulo moral: se considera al enfermo como impuro, y quizás ella sea la cuestión primordial del ostracismo que se le impone, así como frente a una hipotética cura, será también el sacerdote quien articulará los ritos cultuales de readmisión a la sociedad.
El leproso, además, debía gritar su condición de impuro a fin de mantenerse alejado y de que nadie se le acerque.
Al paso del Maestro que anda, este hombre afectado por la lepra se acerca. Trasgrede de manera flagrante lo que se le ha impuesto. Es un hombre que ha vencido toda resignación y que toma la vida en sus manos, con la confianza puesta en ese rabbí que camina y no se espanta ni se aleja de su condición.
En la misma sintonía, Jesús de Nazareth también quebranta las normas instituidas. Trasgrede prohibiciones que segregan y alejan al doliente, y con ternura militante lo vuelve a considerar hermano y, por sobre todo, humano. Los estigmas que le han aplicado lo condenan al intolerable dolor de la soledad obligada, y al aceptarlo como hermano acontece el primer milagro: luego, por el mismo amor incondicional de Dios, se sanará su cuerpo enfermo.
El Maestro quiere que todo sane; por ello mismo, envía al hombre renovado y recreado a presentarse a los sacerdotes, para cumplir con los ritos establecidos de readmisión comunitaria y religiosa, con el claro mandato de que guarde silencio acerca de lo sucedido. El reconocimiento del Salvador es un proceso que requiere su maduración, no es mágico ni instantáneo.
Pero este hombre no puede contenerse, y proclama a todo aquel con quien se encuentra lo que ha sucedido, y lo difunde por toda la comarca. Esto trae una consecuencia inmediata, y es la segregación del Maestro: ha tomado contacto con un impuro, volviéndose Él mismo un excluido, y por ello no podrá entrar a pueblos y ciudades.
Sin embargo y a pesar de ello, las gentes acuden a Él desde todas partes, en los lugares solitarios y desiertos en donde se lo encuentra.
Hay que animarse a ciertas trasgresiones, aún cuando ello traiga duras consecuencias. Es menester tener el coraje de trasgredir aquello que entre nosotros hemos instituido como sagrado pero que sólo implica humillaciones y descensos en la condición humana.
Es cuestión del Reino, de solidaridad mansa, de impulso de la Gracia.
Paz y Bien
Paz y Bien
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