Para el día de hoy (12/01/17):
Evangelio según San Marcos 1, 40-45
En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth había un ambiente cargado y enrarecido. Ansias de liberación nacional que se diluían con el tiempo pero se renovaban mediante el odio furibundo al opresor romano. Torpes y brutales reyezuelos locales. Muchos que enarbolaban banderas mesiánicas, pero apenas eran falsos profetas que buscaban provecho propio.
En el ámbito religioso, la ortodoxia oficial exacerbaba la estricta observancia de los preceptos provenientes de la Ley de Moisés; no está mal, claro está, la rigurosidad que abandona posturas cómodas o medias tintas. El problema es que a partir de ello habían impuesto rígidas normas de pureza/impureza ritual que dejaban a la gran mayoría del pueblo en estado impuro, y a su vez se les hacía prácticamente imposible acceder a los complejos ritos de purificación y readmisión comunitaria.
Nada demasiado extraño. Unos pocos pretensamente puros, y el pueblo en las afueras, andando en las sombras y a los tumbos.
Por aquel entonces también el padecimiento de la lepra implicaba una situación terrible para el enfermo, en parte porque se presuponía que la lepra en todas sus formas era contagiosa y devastadora, pero más aún pues las llagas evidentes que provocaba eran condición obvia de esa impureza que segregaba y excluía. De ese modo, un problema de salud era ante todo un problema religioso, y un sacerdote sería quien determinaría el alta del paciente y su eventual readmisión social.
Pero bajo la idea de lepra se englobaban todo tipo de afecciones cutáneas -moluscos, dermatitis, angiomas, etc-, con lo cual el grupo de leprosos se acrecentaba notablemente. Las condiciones era durísimas: los enfermos debían vivir fuera de las ciudades, vestirse con harapos y echarse sobre los cabellos cenizas: frente al paso de los "sanos", debían declamar de lejos y a los gritos su estado. Esa normas implicaban una resignación absoluta de los enfermos, que a nadie se acercarían.
Pero el leproso que nos presenta el Evangelio para este día es algo diferente, y parece no importarle tanto las consecuencias severas de vulnerar los preceptos como la confianza ue despierta en él ese joven rabbí galileo del que todo el mundo comenta, que ha hecho tanto bien, que a tantos ha sanado y a nadie rechaza. Su acercamiento, como la fé, es cordial antes que físico.
Pero el Maestro también tenía bien en claro los riesgos de infringir las normas, pero más aún el sufrimiento múltiple de ese hombre. Él se conmueve, se acerca y lo toca, ritual de misericordia que opera el milagro, la presencia bondadosa de Dios entre nosotros.
La piel de ese hombre se limpia pues ha sido purificada su alma de todo gravamen.
Él envía a ese hombre a presentarse al sacerdote. Los que lo ha excluido sin contemplaciones han de readmitirlo a la vida comunitaria en sus mismos términos.
El Maestro también sabía que solían aflorar falsos fervores y concepciones erróneas del Mesías, y por ello no quiere que ese hombre difunda lo que ha pasado. Pero, ¿como callar, frente a la inmensa bendición recibida? ¿Cómo no contar las bondades de Dios a todo aquél que quiera escuchar?
La escena siguiente nos sitúa al Maestro en las afueras de las ciudades. Al tocar al leproso, Él mismo se ha convertido en un impuro y se vuelve indigno de ser partícipe de la vida ciudadana. Aún así, las gentes se congregaban donde Él estaba, porque la Iglesia acontece y crece alrededor de la persona de Cristo, una Iglesia con vocación leprosa, capaz de volverse fielmente indigna de todos los des-órdenes establecidos y hermanarse con todos aquellos, tantos, que han quedado en las afueras de la existencia, como señal del amor de Dios.
Paz y Bien
1 comentarios:
La fe abarca lo invisible, no conoce la limitación de los sentidos; además trasciende los límites de la razón humana, el proceso de la naturaleza, los términos de la experiencia. Gracias, un fuerte abrazo fraterno.
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