Para el día de hoy (28/01/17):
Evangelio según San Marcos 4, 35-41
Como suele suceder, las claves de lectura en los Evangelios son humildes, sencillas, pequeñas, casi silenciosas. Es menester estar atentos para darnos cuenta de su señal. Precisamente aquí, la señal es la decisión y la indicación del Maestro a los suyos de cruzar a la otra orilla.
En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, el mar de Galilea era el ámbito en donde muchas familias procuraban su sustento diario mediante la pesca, como Andrés y Simón, Juan, Santiago y su padre Zebedeo. Pero también era la frontera natural entre la nación judía y el extranjero, los gentiles: como un tajo, las aguas del mar de Galilea dividen a los hijos del pueblo elegido, herederos de las promesas de Dios, del resto de aquellos que están y estarán sumidos en sombras por no pertenecer, y que suelen ser objeto de desprecio por parte de las severas autoridades religiosas vigentes.
De allí lo que acontece en el texto que prosigue. El Maestro se dirige a los pueblos gentiles en el afán y el sueño de Dios de llevar la Salvación a todas las naciones, y de congregar a un pueblo nuevo y santo alrededor de su persona, vínculos cordiales del Espíritu que sobrepasan las intenciones étnicas, religiosas, nacionales.
Simbólicamente, el mar representa el caos, el desorden peligroso y confuso que en los extremos se traga a los pequeños peces, y ese caos se ha instalado en las mentes y los corazones de los discípulos, afincados en la seguridad de su identidad judía, en la escasa certeza que no admite distintos o impares, al punto de inferir que van a perecer si el caos gentil se incorpora a la mansa calma de la primera comunidad.
La orden plena de autoridad de Cristo despeja los malos espíritus de un temor mórbido, las inclemencias que son reflejo de una fé vacilante y de una psicología sin cimientos firmes.
Cuando la Iglesia se repliega sobre sí misma, sobrevienen las inclemencias que nos revisten de temor y de miedo a lo ajeno, a lo distinto, a lo impuro, y eso es reflejo de falta de fé y de confianza en el Cristo que siempre descansa en las inmediaciones del timón de esta barca pequeña y frágil que es la Iglesia, y que a pesar de todo no perecerá jamás.
Por eso embarcarse hacia las orillas del hermano no reconocido, del prójimo olvidado y negado por el mundo es urgente, imperioso y fiel a una Buena Noticia que nunca debe circunscribirse a unos pocos, luz de las naciones, gloria del Creador que ama a toda la humanidad sin desmayo.
Paz y Bien
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