Para el día de hoy (16/01/20):
Evangelio según San Marcos 1, 40-45
Como un signo cierto de los tiempos, a partir de la injusticia obrada contra Juan el Bautista, Jesús de Nazareth regresa a Galilea y se larga a los caminos. Lleva a todas partes el anuncio de la Buena Noticia, por los poblados, las ciudades, en donde las gentes trabajan, en las sinagogas en donde se reunen a orar y a hablar de las Escrituras.
Es muy diferente a Juan, que se queda en el desierto, bautiza a orillas del río y allí recibe a muchos. Jesús es dinamismo, es la imagen misma de Dios que sale al encuentro del hombre, y tiene un terrible hambre de enseñanza. Nada ni nadie puede detener su vocación docente, la revelación de ese Dios que es Padre y ama a todas sus hijas y a todos sus hijos.
Como contrasigno, ese hombre agobiado por la lepra es el opuesto total. Es un cuerpo doliente y un alma sometida. En aquel entonces, la lepra era una cuestión sanitaria, una cuestión social, una cuestión económica y una cuestión religiosa, siendo ésta última la principal que subsumía a todas las otras.
Sanitaria, pues no se tenían respuestas médicas que aliviaran las terribles consecuencias degenerativas y contagiosas.
Social, pues al no tener respuesta médica, al enfermo es menester aislarlo de familia y comunidad.
Económica, pues el ostracismo obligado impide que el enfermo se gane el pan diario y permanezca sumido en la miseria, apenas subsistiendo por una ocasional limosna.
Y religiosa, pues los sabios y eruditos habían determinado que la lepra era señal de impureza ritual absoluta, por lo que -además del lógico contagio- era considerado en el escalón espiritual más bajo, todo ello producto del castigo divino frente a pretéritos pecados. Tal es así, que quienes determinaban la presencia o ausencia de la enfermedad eran los sacerdotes. Una vez colocado el terrible sambenito, el leproso no podía vivir en las ciudades, ni acercarse a ningún judío que pasase cerca, exclamando a viva voz su condición de impuro, vestido de harapos y revestido de suciedad. Muerto en vida -pues los casos de remisión eran casi inexistentes- es apenas un cuerpo a la vera del camino.
Y sucede lo impensado. Ese hombre, contra todas las normas estrictas de contacto y segregación se acerca al Maestro, lo aborda y le ruega. Es un hombre que tiene su mente conquistada por ese ideario religioso imperante, pero a la vez es un hombre que no se resigna, y que seguramente ha oído maravillas de ese joven rabbí nazareno que a nadie rechaza, que habla con autoridad, que expulsa espíritus malos. Por ello mismo suplica ser limpiado, purificado, si tal es la voluntad del Maestro, y en esa plegaria hay un reconocimiento de Jesús como Señor: sólo Dios puede purificar, es decir, sólo Dios -para esa mentalidad- puede quitar la pena que ha impuesto. Aún así, su atrevimiento porta una fé grande, y una confianza ilimitada en la persona de Jesús de Nazareth.
Jesús no está cómodo. Él está de camino, de camino misionero, peregrino de enseñanzas nuevas, y no quiere ser presas de multitudes atadas a los fenómenos -que lo consideran un sanador nomás- ni tampoco quebrantar porque sí las normas. La Ley no es mala, la Ley se ha desviado y ya no sirve al hombre.
Jesús está alterado por la interrupción y por esa condena cruel. Por ello se conmueve, y por ello quedan en un plano muy posterior sus enojos eventuales. La compasión ha de signar todo su ministerio, y no vacila en en demoler la costumbre instaurada: así tocará al intocable, al prohibido, y el hombre se ha purificado desde su misma raíz. Ese contacto bondadoso le ha restituido su humanidad plena, su identidad única e irreductible.
El antiguo leproso recibe instrucciones precisas: ha de presentarse al sacerdote, para que éste certifique su estado de salud y pureza. Ha de ser readmitido en la vida comunitaria y religiosa por los mismos que lo han execrado, con la estricta instrucción de no revelar nada de lo que ha sucedido, Cada cosa tiene su tiempo, y si hay alguien que no es amigo de propaganda alguna es, precisamente, el Maestro.
Pero el ex-leproso desobedece, y vá por todas parte contando lo que le ha sucedido. El Maestro caminante se ha impurificado -se contagió esa impureza condenatoria- y por eso debe retirarse a un lugar solitario. El hombre ya sano, es un misionero sorprendente, un apóstol improbable, que anunciará el paso salvador de Dios por su existencia, y eso es lo que llamamos Evangelización: contar la Buena Noticia que nos ha acontecido por nuestros encuentros personales con Jesús de Nazareth.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario