Para el día de hoy (22/01/20):
Evangelio según San Marcos 3, 1-6
A veces por esta vida acelerada e inhumana en la que muchos estamos inmersos, se nos pasan por alto ciertas cuestiones fundamentales del ministerio de Jesús de Nazareth. Se trata de saber reconocer que es lo verdaderamente urgente, lo que no admite postergación bajo ninguna razón, qué es aquello de lo que hay que ocuparse aquí y ahora desde la mirada del Maesto, que es la mirada y la acción misma de Dios.
Muchos dirigentes religiosos de su época se preocuparon in extremis por las acciones y actitudes del rabbí galileo: su sistema de preceptos era tan ceñido y rígido que cualquier desvío se consideraba peligroso, y era sometido a un intenso escrutinio: ello, en gran medida, se debe a que Jesús pone en entredicho el sitio o ámbito de radicación de lo sagrado. Así, como un alud creciente, la observación de esos hombres fariseos -profundamente piadosos- no era una mirada justa y apreciadora de verdades sino que, vieran lo que vieran, ya habían emitido su dictamen, y ese galileo era un incordio y un anatema. Por eso mismo siempre estaban a la espera de un quebranto flagrante de las normas y la ortodoxia, pues la condena estaba dispuesta.
Pero Jesús lee los corazones como nadie, y sabe de las oscuridades crueles que se crecen en el interior de esos hombres severos. Es ése el motivo por el que al hombre de la mano paralizada lo hace pasar al frente, al centro de la atención de todos los presentes: el que sufre debe ser el centro mismo de la comunidad, pues allí están las preferencias de Dios.
Ese hombre tiene varias cargas: una discapacidad física que le impide trabajar y ganarse el pan, estrechar una mano amiga, abrazar, acariciar, y además, está estigmatizado. Su enfermedad lo convierte en un impuro ritual al que es mejor evitar, su enfermedad es consecuencia del pecado, y en cierto modo, no trabajar, no amar y portar esos sayos pesadísimos que le imponen es una forma de estar muerto en vida.
Pero es el tiempo de la encarnación, de un Dios con nosotros y entre nosotros, de un Dios que bondadosamente se desvive por la plenitud de mujeres y hombres. Todo aquello que menoscaba dicha plenitud es opuesto a Dios, y Cristo es liberación, sanación de cuerpos, de mentes, de almas, de comunidades.
Nunca puede postergarse el auxilio al que sufre, jamás, aún cuando ello pueda, en cierta medida, chocar con ciertos mandatos o preceptos religiosos, por importantes que estos fueran.
Como una nota no menor, acontece en ese ámbito una extraña alianza -de carácter violento y mortal- entre fariseos y herodianos, quienes entre sí se odiaban cordialmente. Sin embargo, no es tan difícil la lectura de su razón: el ministerio de amor de Cristo pone en entredicho la autoridad religiosa pero también la autoridad política -en este caso los herodianos. Porque en aquél entonces y en nuestros tiempos también la religión es un vórtice de control y sometimiento social, y cuando ello se subvierte, se encienden las alarmas de los poderosos.
Paz y Bien
Muchos dirigentes religiosos de su época se preocuparon in extremis por las acciones y actitudes del rabbí galileo: su sistema de preceptos era tan ceñido y rígido que cualquier desvío se consideraba peligroso, y era sometido a un intenso escrutinio: ello, en gran medida, se debe a que Jesús pone en entredicho el sitio o ámbito de radicación de lo sagrado. Así, como un alud creciente, la observación de esos hombres fariseos -profundamente piadosos- no era una mirada justa y apreciadora de verdades sino que, vieran lo que vieran, ya habían emitido su dictamen, y ese galileo era un incordio y un anatema. Por eso mismo siempre estaban a la espera de un quebranto flagrante de las normas y la ortodoxia, pues la condena estaba dispuesta.
Pero Jesús lee los corazones como nadie, y sabe de las oscuridades crueles que se crecen en el interior de esos hombres severos. Es ése el motivo por el que al hombre de la mano paralizada lo hace pasar al frente, al centro de la atención de todos los presentes: el que sufre debe ser el centro mismo de la comunidad, pues allí están las preferencias de Dios.
Ese hombre tiene varias cargas: una discapacidad física que le impide trabajar y ganarse el pan, estrechar una mano amiga, abrazar, acariciar, y además, está estigmatizado. Su enfermedad lo convierte en un impuro ritual al que es mejor evitar, su enfermedad es consecuencia del pecado, y en cierto modo, no trabajar, no amar y portar esos sayos pesadísimos que le imponen es una forma de estar muerto en vida.
Pero es el tiempo de la encarnación, de un Dios con nosotros y entre nosotros, de un Dios que bondadosamente se desvive por la plenitud de mujeres y hombres. Todo aquello que menoscaba dicha plenitud es opuesto a Dios, y Cristo es liberación, sanación de cuerpos, de mentes, de almas, de comunidades.
Nunca puede postergarse el auxilio al que sufre, jamás, aún cuando ello pueda, en cierta medida, chocar con ciertos mandatos o preceptos religiosos, por importantes que estos fueran.
Como una nota no menor, acontece en ese ámbito una extraña alianza -de carácter violento y mortal- entre fariseos y herodianos, quienes entre sí se odiaban cordialmente. Sin embargo, no es tan difícil la lectura de su razón: el ministerio de amor de Cristo pone en entredicho la autoridad religiosa pero también la autoridad política -en este caso los herodianos. Porque en aquél entonces y en nuestros tiempos también la religión es un vórtice de control y sometimiento social, y cuando ello se subvierte, se encienden las alarmas de los poderosos.
Paz y Bien
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