Para el día de hoy (29/01/20)
Evangelio según San Marcos 4, 1-20
A veces es un buen ejercicio imaginarnos ubicados allí, en medio de la multitud cuando el Maestro enseñaba.
Allí podemos observar a pescadores del mar cercano, a jornaleros, a labriegos, quizás algunos fariseos y escribas atentos esperando algún fallo o error por parte de Jesús, muchos esperando la sanación de un ser querido, muchos más a la deriva en un mundo agobiante.
Esos oyentes no necesitaban demasiadas explicaciones: ese joven rebbí galileo les hablaba de Dios a partir de las cosas que vivían a diario. Ellos sabían bien lo difícil que era arrancarle frutos a su tierra, pedregosa en su gran mayoría excepto en algunos valles fértiles. Ellos conocían del esfuerzo del campesino y del rinde de las cosechas, pues en ello les iba la supervivencia de su familia.
Hemos de detenernos por un momento e insistir en este punto: la Iglesia a menudo olvida esta virtud de dialogar con las mujeres y hombres de hoy a partir de lo cotidiano de sus existencias.
El sembrador de la parábola que les narra es bastante tonto. A ninguno de ellos se le ocurriría dispersar valiosas semillas en cualquier lado, sólo lo harían en terrenos que ellos consideraran seguros de brindarles buenos brotes. Aún así, no puede negarse que este sembrador es obstinado, que no ceja en seguir esparciendo por doquier la siembra.
Y es de imaginar las sonrisas cómplices y alegres que entrecruzarían frente a ese impresionante rendimiento de la semilla, treinta, sesenta, ciento por uno.
Todo misterio, por autonomasia, desborda el acotado marco de la razón. Por eso mismo el Maestro les enseñaba en parábolas, amistosas ventanas para asomarse al infinito. Así esos hombres sencillos pueden ingresar a la asombrosa dinámica de la Gracia, a la magnífica desproporción del amor de Dios.
A nosotros, pecadores todos y a la vez discípulos y seguidores de Cristo, se nos revela también una misión, y una confianza a menudo ausente. Y es que la Palabra de Dios, semilla del infinito, invariablemente es eficaz. Siempre dará frutos, frutos buenos, frutos santos, en silencio y con una fuerza que no puede detenerse.
Por eso es menester volvernos sembradores tenaces. A veces no son necesarias predicaciones, basta con el testimonio de una vida fecunda en el Espíritu. Muchos no leerán otro Evangelio que aquel que nuestras propias existencias les relate.
Paz y Bien
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