Para el día de hoy (23/01/20)
Evangelio según San Marcos 3, 7-12
Jesús de Nazareth era un fiel hijo de su pueblo -judío hasta los huesos como sus padres-, y por ello es dable presuponer que su predicación y su ministerio se encamine con razonable preferencia hacia los suyos, hacia el pueblo de Israel en rotunda exclusividad justificada por toda una historia nacional.
Pero la fama del Maestro se extendía con inusitada rapidez, y lo buscaban no sólo sus paisanos galileos, sino también los más tradicionalistas y ortodoxos de Judea y de la misma Jerusalem del Templo. Sin embargo, trasciende fronteras y por entre las multitudes que lo requieren se pueden identificar también gentes de Idumea o Edom, de Transjordania, de Tiro y Sidón, todos territorios rebosantes de gentiles y extranjeros, símbolo de la catolicidad/universalidad de la Buena Noticia, que no se deja encerrar ni se acota a nada. Ni a nadie.
El Evangelio es Buena Noticia para todas las naciones.
Tal como lo expresa la lectura que nos ofrece la liturgia en el día de hoy, Jesús debe dirigirse a espacios abiertos, espacios públicos, pues ha sido excomulgado de las sinagogas por la furia de los dirigentes religiosos que le consideran un blasfemo que quebranta el Shabbat y se arroga cuestiones que ellos consideran exclusivas de Dios.
Pero el Maestro no se detiene. Tiene una misión y, fiel hasta el fin, asumirá todas las consecuencias que esa fidelidad absoluta le atraigan sobre su persona.
Aún así, esa multitud expectante está atraída en gran parte por la fama de ese joven rabbí galileo. Unos, por los signos de sanación, por lo que lo identifican como un milagroso taumaturgo. Otros, encendidas sus pasiones nacionalistas, creen que es un Mesías que liberará a Israel y restaurará la dinastía davídica aplastando militarmente a sus enemigos, todas imágenes desdibujadas, un Cristo a la medida de las necesidades de cada uno. Esa fama es peligrosa pues es nociva para los corazones.
Por eso el Maestro se aparta de ese abrazo peligroso que en realidad amenaza con aplastar su ministerio antes que a su propio cuerpo.
Pero el Señor no ceja ni se resigna ni huye. Así, se sube a una barca y desde la orilla, a una cierta distancia, continúa enseñando a las gentes. A pesar de sus errores, no abandona a las gentes a su suerte.
Así es nuestra existencia. Nos solemos sumergir en caricaturas convenientes de un dios con minúsculas, arremetiendo contra todo lo que no se condice con nuestras expectativas.
Pero Cristo anda por nuestras orillas, paciente y compañero, esperando que madure en nosotros las ganas de hacerle espacio a la Gracia de Dios, las puertas abiertas a la Salvación.
Paz y Bien
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