La luz que se nos ha confiado
















Para el día de hoy (30/01/20): 

Evangelio según San Marcos 4, 21-25









En el tiempo en que Jesús de Nazareth predicaba por los pueblos y ciudades de Palestina, las viviendas familiares por lo general estaban constituidas por un solo ambiente en donde transcurría la vida familiar; era toda una cuestión iluminar esa habitación cuando el sol caía, más en invierno cuando los días se acortaban.
Para ello se utilizaban lámparas, pues las velas eran carísimas y solían utilizarse en el culto. Esas lámparas eran pequeños recipientes de barro cocido con una boca y dos orificios, uno para colocar una mecha y el otro para que ingrese el oxígeno, y por la boca se cargaba aceite de olivo -no se conocía el petróleo-; ese aceite a su vez era prácticamente un artículo suntuario.
Y para que tuviera mayor efectividad, la lámpara encendida se colocaba en pequeños salientes elevados que tenían los hogares para que iluminaran toda la habitación, es decir, a todos los presentes. Con esa luz, literal y simbólicamente se disipa la noche y se prolonga el día.

Los que lo escuchaban lo entendían perfectamente. A nadie se le ocurriría poner una lámpara con algo tan valioso como la luz bajo la cama o debajo de una caja o un canasto. La luz ha de ubicarse siempre allí en donde ilumine a todos.

La comprensión de la parábola es profundamente sencilla, pero en esa misma sencillez se contiene su contundencia inequívoca y taxativa.

Somos todos nosotros pequeños recipientes de barro que albergan algo precioso, valiosísimo, la Palabra, la Gracia de Dios. Esa luz no puede ni debe ocultarse, y extrañamente se propaga y expande cuanto más se la comparte, como esos pequeños cirios encendidos que, a su vez, encienden a otros.

Somos lámparas vivas, y es misión, es deber y es, por sobre todo, un tesoro que se nos ha confiado.

Paz y Bien

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