Para el día de hoy (17/01/20)
Evangelio según San Marcos 2, 1-12
El ministerio galileo de Jesús de Nazareth tenía como epicentro Cafarnaúm, más precisamente la casa familiar de Pedro y Andrés, algo así como un centro de operaciones en el cual se reunía con sus amigos y descansaba tras los ingentes esfuerzos de la misión. Es también un signo de que Cristo se hace presente allí en donde le reciben, en donde dos o más se reunen en su nombre, en donde le brindan afectuoso hospedaje cordial.
La fama creciente del Maestro entre las gentes -con tantos enfermos librados a su suerte- ubica ese hogar como su propia casa. No es del todo errado, claro está, la casa de Cristo está allí en donde se encuentran sus amigos y hermanos, signo cierto de la Iglesia.
Pero esas gentes, por esos motivos plagados de la desesperación conducente que les ocasionaba los criterios imperantes que vindicaban toda enfermedad como efecto necesario de una causal pecaminosa, es decir, un castigo divino frente a pecados propios o de los padres -Jn 9, 2-. En síntesis, no sólo se consideraba al enfermo un impuro ritual y social, sino lo que es más grave aún, que está bien y es justo que esté así, que sufra, que se aguante. Esas gentes buscaban a Jesús de Nazareth por su fama de sanador, taumaturgo inmediato de tantos padeceres, sin escuchar la Palabra, sin mirar más allá del signo amoroso de la sanación, y tal vez por ello el Maestro enseña en parábolas. Pero aunque esos errores a menudo campeaban en las mentes, no obstaban a la compasión infinita del Maestro.
En esa ocasión, las gentes se arracimaban en torno a la casa en donde estaba Jesús. Una multitud tan abigarrada que impedía entrar o salir de la casa, un grupo tan grande y cerrado que no permite que otros se acerquen a ese Cristo.
Para ese hombre la situación no era nada fácil, prácticamente imposible. La parálisis lo aferra a la inmovilidad y a la dependencia en todo de otros, y su universo no se extiende más allá de la camilla en donde languidecen sus días. No hay modo, entre tanta gente, de sostener su esperanza de que ese rabbí galileo lo cure.
Pero cuando se apagan las esperanza, cuando el no se puede parece decidirlo todo, entra en juego la solidaridad. Esos cuatro hombres no se resignan, los conmueve y moviliza el sufrimiento de ese hombre que no puede levantarse, y es una cuestión de fé, pues la fé nunca es abstracta, siempre es concreta, siempre se expresa en acciones, siempre moviliza.
En aquel tiempo las casas familiares se edificaban en sus muros con adobes, y los techos -en parte a los bravos calores estivales y a los duros inviernos- constaban de madera, barro y paja. A esos hombres estos inconvenientes no los detienen. Para corazones solidarios y plenos de fé, no hay imposibles.
Esos hombres, cuando la cerrazón de las gentes que, expectantes, esperaban al Maestro, hicieron lo que nosotros solemos olvidar.
Ellos miraron hacia arriba.
No los amilana ni la brecha que hacen en el techo, ni el riesgo patente de que el enfermo se les caiga al bajarlo con sogas. No hay impedimento que valga cuando hay que llevar a un hermano a la presencia salvadora de Cristo, máxime cuando ese hermano tiene paralizados cuerpo y, muy especialmente, el alma.
La fé de esos hombres y el amor de Dios expresado en Jesús de Nazareth provocan los milagros. Porque allí se sana un cuerpo que no se puede mover, pero muy especialmente se libera un alma encadenada por la culpa.
Algunos hombres severos y celosos -religiosos profesionales que se creen propietarios de Dios- infieren que el joven galileo blasfema pues perdona los pecados que pudiera portar ese hombre. No es una acusación menor, aunque sea tácita: la blasfemia, en ese tiempo, acarreaba directamente a la muerte por lapidación, una costumbre espantosa que sigue hoy vigente en ciertos sitios.
Cristo también abre brechas en ciertos techos. No hay medida ni condicionamientos para el amor de Dios, y seguir abriendo esos huecos es tarea muy actual para todos nosotros, vocación misionera esencialmente humana indelegable.
Paz y Bien
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