Para el día de hoy (07/09/19):
Evangelio según San Lucas 6, 1-5
Desde tiempos inmemoriales, los pobres podían tomar espigas de un campo ajeno para alimentarse, frotándolas entre las manos para desprender los granos; en la Torah -libro del Deuteronomio- se consignaba esta práctica con claridad, destinada a paliar, en parte, la necesidad de los más débiles.
Sin embargo, con el correr de los siglos y el auge de la casuística farisea, hasta ese mínimo gesto se consideraba una infracción a las normas a observar en el Shabbat.
Dentro de esa misma religiosidad rigurosa y a la vez restrictiva, al pretenso infractor que vulneraba el Sábado sin flagrancia, es decir, sin evidentes intenciones de transgresión, era menester expresar una advertencia severa a esa persona, para que realizara ritos purificatorios y de ese modo fuera readmitido en la comunidad.
Pero en el caso de que se hiciera oídos sordos al aviso, y se persistiera en infringir el Sábado, inevitablemente se desembocaba en la pena capital.
No es un dato menor. La pregunta que le hacen a los discípulos hambrientos en realidad vá dirigida a quien es el corazón de esa comunidad incipiente, el Maestro, y la intención excede los rigores por la consecuencia que se vislumbra.
Pero Él no se enreda en remolinos dialécticos que a nada conducen. Su respuesta se funda en la Palabra, y el ejemplo de David y sus hombres comiéndose los panes sagrados -panes de la proposición- sin cuestionamientos por el Sumo Sacerdote Abimelec ni por los escribas de su tiempo, expresa que por sobre los reglamentos, aún los más importantes, aún los más significativos, está la necesidad humana.
Pero hay más, siempre hay más.
La Ley y el culto, como don de Dios, nunca deben utilizarse para oprimir corazones o provocar o ahondar sufrimientos y pesares. El Creador quiere misericordia antes que sacrificios, y a Cristo, Hijo de Dios vivo, se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Por su soberanía cordial, eficaz, definitiva, Cristo puede disponer la mesa, el perdón, el Sábado mismo para bien de la humanidad. La gloria de Dios -que expresa Cristo en la autoridad que encarna y ejerce- es que el hombre viva, que el pobre se eleve, que el humilde sea enaltecido.
La soberanía de Cristo se manifiesta en el mundo cada vez que sus amigos se encienden de compasión, de misericordia y de justicia.
Paz y Bien
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