Para el día de hoy (04/09/19): .
Evangelio según San Lucas 4, 38-44
En aquellos tiempos, tocar a un enfermo era anatema, estaba prohibido pues toda enfermedad, además de ser considerada consecuencia del pecado, convertía al enfermo en un impuro ritual. Y esa impureza ritual tenía un viso contagioso, de tal modo que el impuro, a su vez, devía aislarse, nadie debía tener contacto con él.
No está en nosotros establecer un juicio de valor que, además, sería anacrónico: sólo diremos que para Jesús de Nazareth la verdadera impureza no se adquiría por cosas externas, sino que nacía en las honduras de los corazones, y además, se rebelaba hacia norma que atentara contra lo humano, lo que hacía decrecer en humanidad.
El culto primero es la compasión, y por eso al Maestro no le importaba acercarse, tocar, imbuírse de la dolencia de cualquier enfermo.
A nadie se negaba, a nadie rechazaba.
Además, un dato que no es menor: la Buena Noticia tiene un carácter enteramente personal, y lejos está de abstracciones y de buenas intenciones que sólo miran de lejos.
Cristo se acerca, acaricia, toma la mano, restaura, levanta, sana, salva. Su paso salvador re-crea a la persona derribada, y esa persona nueva parece haber nacido otra vez, sin importar la edad. Así, la gratitud se transforma en servicio, en diaconía, porque la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.
Una multitud creciente lleva a sus enfermos a la presencia del rabbí nazareno, y lo hace al caer la tarde: el horario no es caprichoso, coincide con la finalización del Shabbat, símbolo de un sistema religioso que no dá respuestas y que rechaza a tantos. En cambio Él acepta a todos, por todos se preocupa, de todos se ocupa aún cuando muchos sólo busquen el efecto taumatúrgico de ese Maestro milagroso, a tal punto que antes que nadie es el mismo mal quien le reconoce en su absoluta estatura, y que por ello retrocede.
No hay mal que se le resista, y el gesto de imponer sus manos sobre cada una de esas personas sigue siendo profundamente sencillo y a la vez trascendente, signo cierto de bendición y amor de Dios.
Sin embargo, llega el amanecer que indica el fin de esa tarea que continuará en otros rumbos, pero que es ventana para asomarse al tiempo nuevo que nos llega, el alba de la Gracia. Y precisamente en ese amanecer, Cristo se retira, se vá hacia un sitio apartado: es su necesidad de encontrarse en la oración con el Padre, más hay otro motivo que no es menor. Al estar en contacto con tantos impuros, al tocarlos, Jesús mismo se impurifica, se excluye, asume en su persona esa discriminación que tanto duele.
Las gentes quieren retenerle. Es el afán que se perpetúa de que Cristo es sólo de algunos, de ciertos grupos, de la Iglesia misma. Pero Cristo no es propiedad de nadie porque es de todos, servidor de la humanidad, mensajero de buenas noticias, del Reino aquí y ahora a todos los pueblos, una catolicidad que a menudo olvidamos y de la que tantas veces renegamos.
Paz y Bien
No está en nosotros establecer un juicio de valor que, además, sería anacrónico: sólo diremos que para Jesús de Nazareth la verdadera impureza no se adquiría por cosas externas, sino que nacía en las honduras de los corazones, y además, se rebelaba hacia norma que atentara contra lo humano, lo que hacía decrecer en humanidad.
El culto primero es la compasión, y por eso al Maestro no le importaba acercarse, tocar, imbuírse de la dolencia de cualquier enfermo.
A nadie se negaba, a nadie rechazaba.
Además, un dato que no es menor: la Buena Noticia tiene un carácter enteramente personal, y lejos está de abstracciones y de buenas intenciones que sólo miran de lejos.
Cristo se acerca, acaricia, toma la mano, restaura, levanta, sana, salva. Su paso salvador re-crea a la persona derribada, y esa persona nueva parece haber nacido otra vez, sin importar la edad. Así, la gratitud se transforma en servicio, en diaconía, porque la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.
Una multitud creciente lleva a sus enfermos a la presencia del rabbí nazareno, y lo hace al caer la tarde: el horario no es caprichoso, coincide con la finalización del Shabbat, símbolo de un sistema religioso que no dá respuestas y que rechaza a tantos. En cambio Él acepta a todos, por todos se preocupa, de todos se ocupa aún cuando muchos sólo busquen el efecto taumatúrgico de ese Maestro milagroso, a tal punto que antes que nadie es el mismo mal quien le reconoce en su absoluta estatura, y que por ello retrocede.
No hay mal que se le resista, y el gesto de imponer sus manos sobre cada una de esas personas sigue siendo profundamente sencillo y a la vez trascendente, signo cierto de bendición y amor de Dios.
Sin embargo, llega el amanecer que indica el fin de esa tarea que continuará en otros rumbos, pero que es ventana para asomarse al tiempo nuevo que nos llega, el alba de la Gracia. Y precisamente en ese amanecer, Cristo se retira, se vá hacia un sitio apartado: es su necesidad de encontrarse en la oración con el Padre, más hay otro motivo que no es menor. Al estar en contacto con tantos impuros, al tocarlos, Jesús mismo se impurifica, se excluye, asume en su persona esa discriminación que tanto duele.
Las gentes quieren retenerle. Es el afán que se perpetúa de que Cristo es sólo de algunos, de ciertos grupos, de la Iglesia misma. Pero Cristo no es propiedad de nadie porque es de todos, servidor de la humanidad, mensajero de buenas noticias, del Reino aquí y ahora a todos los pueblos, una catolicidad que a menudo olvidamos y de la que tantas veces renegamos.
Paz y Bien
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