Para el día de hoy (05/09/19)
Evangelio según San Lucas 5, 1-11
En el Evangelio para el día de hoy que la liturgia nos brinda acontece más de un milagro. Siempre hay que ir a más, pues siempre hay más.
Veamos con detenimiento. El lago de Genesaret es el modo que el Evangelista San Lucas tiene para nombrar al mar de Galilea. La contraposición no puede ser mayor: esas gentes, esa multitud fervorosa que se agolpa con ansias a la orilla del agua esperando oír y escuchar la Palabra de Dios por parte del Maestro, y en opuesto esos pescadores que han tenido una noche de intenso esfuerzo para nada, ni un pececito que pueda sumar al sustento familiar. Entiéndase que son pescadores profesionales, la pesca es su oficio cotidiano de años, que están agotados de cansancio por una noche esforzada y sin dormir. Es lógico que quieran ir donde sus familias lo antes posible, a comer algo, a dormir un rato, a renovar fuerzas y ganas porque no hay vacaciones para estos hombres. Su subsistencia y la de los suyos depende de ellos.
Aún así, y frente al pedido del Maestro de apartar un poco la barca para enseñar, Simón Pedro no duda y obedece. Ëste es un milagro, es lo que la presencia de Jesús hace en las vidas de las personas: Simón Pedro y los otros han sido invitados a ser misioneros y discípulos, pero no lo son en plenitud: todavía siguen con sus costumbres, con sus cosas cotidianas, con las rutinas de su oficio y los vínculos familiares habituales.
Pero Simón escucha al Señor y obedece, y quizás ése sea el milagro que desate la asombrosa pesca que acontece a continuación.
Otra cuestión no ha de sernos ajena, ni podemos pasarla por alto: el Maestro venía anunciando la Buena Noticia y enseñando en las sinagogas. A partir de ahora, lleva la Palabra allí mismo en donde el pueblo vive su día a día, en donde las gentes trabajan. En la cotidianeidad florece la eternidad, la Salvación, y es la santa continuidad ilógica de la Encarnación de Dios con nosotros.
Escapa a cualquier razonabilidad que esos pescadores experimentados le presten atención, en las cosas de su oficio, a un galileo que es casi un campesino, un artesano, que las únicas aguas que debe conocer son las que bebe en el pozo de su Nazareth. Ellos saben bien que hay sitios mejores que otros, y que el momento óptimo es el que discurre entre la atardecer y el alba, en plena noche. Sin embargo, este rabbí nazareno les indica que naveguen mar adentro en pleno día, y que echen las redes de cualquier modo: la razón indica que esta tarea sugerida deviene estéril.
Pero no se trata de razones, sino de co-razones. Se trata de confianza, el acto segundo de la fé, ya que el acto primero es ese Dios que nos busca, que se embarca en nuestras existencias. Se trata de la asombrosa gracia de Dios que desdibuja las fronteras de los imposibles, que hace toda pesca abundante, asombrosa, inconmensurable, sin que por ello se rompan las redes o se hunda la barca.
Más que la pesca y antes que ella, hemos de detener la reflexión y la mirada en esos pescadores galileos que con todo y a pesar de todo confían, y confían en una Persona, y que se han dado cuenta que lo importante no radica en la calidad de la barca, en la firmeza de los nudos de la red o en sus habilidades, sino en las maravillas que la Gracia de Dios puede suscitar.
Simón y los otros -pero especialmente Simón- se dan cuenta del abismo insondable que hay entre ellos, pequeñísimos hombres, y el Señor. Pero ante el pecado que los demuele y minimiza, la Salvación tiende un puente de perdón y de no temor, para tener esperanzas, para seguir confiando, para seguir navegando.
Paz y Bien
Veamos con detenimiento. El lago de Genesaret es el modo que el Evangelista San Lucas tiene para nombrar al mar de Galilea. La contraposición no puede ser mayor: esas gentes, esa multitud fervorosa que se agolpa con ansias a la orilla del agua esperando oír y escuchar la Palabra de Dios por parte del Maestro, y en opuesto esos pescadores que han tenido una noche de intenso esfuerzo para nada, ni un pececito que pueda sumar al sustento familiar. Entiéndase que son pescadores profesionales, la pesca es su oficio cotidiano de años, que están agotados de cansancio por una noche esforzada y sin dormir. Es lógico que quieran ir donde sus familias lo antes posible, a comer algo, a dormir un rato, a renovar fuerzas y ganas porque no hay vacaciones para estos hombres. Su subsistencia y la de los suyos depende de ellos.
Aún así, y frente al pedido del Maestro de apartar un poco la barca para enseñar, Simón Pedro no duda y obedece. Ëste es un milagro, es lo que la presencia de Jesús hace en las vidas de las personas: Simón Pedro y los otros han sido invitados a ser misioneros y discípulos, pero no lo son en plenitud: todavía siguen con sus costumbres, con sus cosas cotidianas, con las rutinas de su oficio y los vínculos familiares habituales.
Pero Simón escucha al Señor y obedece, y quizás ése sea el milagro que desate la asombrosa pesca que acontece a continuación.
Otra cuestión no ha de sernos ajena, ni podemos pasarla por alto: el Maestro venía anunciando la Buena Noticia y enseñando en las sinagogas. A partir de ahora, lleva la Palabra allí mismo en donde el pueblo vive su día a día, en donde las gentes trabajan. En la cotidianeidad florece la eternidad, la Salvación, y es la santa continuidad ilógica de la Encarnación de Dios con nosotros.
Escapa a cualquier razonabilidad que esos pescadores experimentados le presten atención, en las cosas de su oficio, a un galileo que es casi un campesino, un artesano, que las únicas aguas que debe conocer son las que bebe en el pozo de su Nazareth. Ellos saben bien que hay sitios mejores que otros, y que el momento óptimo es el que discurre entre la atardecer y el alba, en plena noche. Sin embargo, este rabbí nazareno les indica que naveguen mar adentro en pleno día, y que echen las redes de cualquier modo: la razón indica que esta tarea sugerida deviene estéril.
Pero no se trata de razones, sino de co-razones. Se trata de confianza, el acto segundo de la fé, ya que el acto primero es ese Dios que nos busca, que se embarca en nuestras existencias. Se trata de la asombrosa gracia de Dios que desdibuja las fronteras de los imposibles, que hace toda pesca abundante, asombrosa, inconmensurable, sin que por ello se rompan las redes o se hunda la barca.
Más que la pesca y antes que ella, hemos de detener la reflexión y la mirada en esos pescadores galileos que con todo y a pesar de todo confían, y confían en una Persona, y que se han dado cuenta que lo importante no radica en la calidad de la barca, en la firmeza de los nudos de la red o en sus habilidades, sino en las maravillas que la Gracia de Dios puede suscitar.
Simón y los otros -pero especialmente Simón- se dan cuenta del abismo insondable que hay entre ellos, pequeñísimos hombres, y el Señor. Pero ante el pecado que los demuele y minimiza, la Salvación tiende un puente de perdón y de no temor, para tener esperanzas, para seguir confiando, para seguir navegando.
Paz y Bien
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