Para el día de hoy (30/09/19):
Evangelio según San Lucas 9, 46-50
Los discípulos de Jesús de Nazareth, a pesar de todo el camino compartido con el Maestro, a pesar de todo lo que les había enseñado, nunca abandonaron los viejos esquemas, las ansias de poder y prestigio, los criterios mundanos tan distintos y hasta opuestos a la realidad del Reino.
Él los conocía bien, y magnífico lector de los corazones, debe insistirles en romper esas corazas que los atrapan y les impiden crecer en bondad, en humanidad, en eternidad. Porque si continúan en esa tesitura, en ese plano mezquino de ambiciones, sólo llegarán al escalón de los poderosos. Aún declarándose de Cristo, sólo se convertirán en otros opresores, y tristemente, en esta Iglesia que amamos y a la que pertenecemos, es una práctica enquistada y recidivante, que no logramos abandonar.
Por ello es que Jesús toma un niño y lo pone en el centro de la atención de sus desubicados amigos.
Es claro que la prioridad de los adultos siempre estará en proteger a los niños a toda costa, a costa de la propia vida. Demasiados infames agresiones a la niñez hemos conocido por parte de aquellos que debían cuidarla y protegerla.
Más en este caso Jesús de Nazareth vá más allá, porque hay más. Siempre hay más.
En el tiempo del ministerio de Cristo, los niños carecían de derechos. Eran apenas apéndice de sus padres varones, a los que en todo debe obedecer, sin siquiera comenzar a pensar, a que crezca su conciencia. El Maestro no se refiere tanto a la inocencia y a la ternura que se infieren como identificatorias de la infancia, sino más bien al niño en tanto que dependiente de todo, débil, necesitado en todo de los demás, que no puede ser artífice de su existencia por sí mismo, y que por ello también se enciende de gratitud ante el más pequeño gesto bondadoso, que sabe reconocer el amor que se le brinda, y que no ha perdido la capacidad de asombrarse frente a los regalos, regalos que para esos hombres endurecidos será la asombrosa Gracia de Dios, la vida plena.
Se trata de ser como niños y de servir a los niños y a los que son como ellos, en el mismo plano espiritual. Los pobres, los excluidos, los olvidados, los descartados de la existencia en un mundo construido para unos pocos privilegiados indiferentes.
Contra toda lógica de intereses mezquinos, el signo de grandeza de la comunidad cristiana será entonces el servicio generoso, incondicional y prioritario que se brinda fraternalmente, con cordialidad familiar, a los que habitualmente no cuentan para nadie, pero que son los primeros a los ojos paternales de Dios.
Y tal vez, franqueada esa frontera cerrada y torpe, descubrir que la familia es mucho mayor de lo que se supone, pues hay muchos hermanas y hermanos que en silencio se prodigan en vidas frutales del Reino.
Paz y Bien