Para el día de hoy (02/07/19)
Evangelio según San Mateo 8, 23-27
Por su ubicación y por la geografía que lo circunda, el llamado Mar de Galilea -que en realidad es un lago de agua dulce- suele presentar, merced a fuertes vientos que se forman en la zona, furiosas tormentas y un oleaje mayúsculo en sus corrientes. En los tiempos del ministerio de Jesús, siglo I de nuestra era, sus aguas bullían de peces, por lo que el mar galileo era fuente de sustento para muchas familias de pescadores y un gran motor económico de toda la zona.
Varios de los discípulos del Maestro eran del oficio, pescadores experimentados y grandes conocedores de mareas y características propias de esas aguas que consideraban suyas. Así, subidos a una barca y en su mar, el grito desesperado de esos hombres curtidos frente a la tormenta que arrecia es signo cierto de que lo que saben y conocen no les basta, no es suficiente, y que tienen miedo a esa fuerza que se les hace desconocida. Para colmo de males, el Maestro dormita tranquilamente.
Un paréntesis: esa imagen de Cristo recostado, tejiendo una siesta reparadora, resplandece el rostro humano de Dios que ha asumido hasta nuestras más pequeñas debilidades, el cansancio de nuestros cuerpos, la necesidad de reposo. Sólo que el Señor no sólo descansa en una tabla de la barca, sino que reposa en su Padre.
En cierto modo, y de no mediar auxilio, esos pescadores son hombres muertos. Toda su experiencia no les sirve para enfrentar la magnitud de la tempestad que los acomete, y es casi seguro que la barca dará una vuelta de campana y han de morir ahogados.
Aún así, presos del terror que los paraliza, no han permitido que se les apague el último rescoldo de confianza que les queda, y a voz en grito acuden al Maestro que sigue durmiendo. Claman por auxilio, porque -aunque sea de un modo imperfecto- tienen algo de fé en el Cristo que vá con ellos.
Y Cristo los rescata, con la autoridad de la vida, con la fuerza misma del amor. Es semblanza perfecta del Todopoderoso porque ama. Y esos hombres no son liberados de una tormenta brava, sino quitados de las garras mismas de la muerte, enteros para la Salvación, plenos para que su fé madure y crezca.
Porque la autoridad del Señor implica que hace nacer cosas nuevas, y no tanto que suprima las malas. Y no hay mal que se resista a su sola presencia.
Somos navegantes, peregrinos en este mar grande que es el mundo. Nuestras débiles y acotadas existencias suelen verse acosadas por tempestades generadas en el devenir de los tiempos o por chubascos electos voluntariamente. Casi siempre nos parece que Dios se ha dormido, pues nos agobia no escuchar las respuestas y palabras que nos imaginamos.
Pero el silencio de Dios es de una diáfana claridad y contundencia para los corazones capaces de confiar y, por tanto, de oír y escuchar a pesar de tantos truenos.
Nadie debe perecer, Cristo navega con nosotros.
Paz y Bien
Varios de los discípulos del Maestro eran del oficio, pescadores experimentados y grandes conocedores de mareas y características propias de esas aguas que consideraban suyas. Así, subidos a una barca y en su mar, el grito desesperado de esos hombres curtidos frente a la tormenta que arrecia es signo cierto de que lo que saben y conocen no les basta, no es suficiente, y que tienen miedo a esa fuerza que se les hace desconocida. Para colmo de males, el Maestro dormita tranquilamente.
Un paréntesis: esa imagen de Cristo recostado, tejiendo una siesta reparadora, resplandece el rostro humano de Dios que ha asumido hasta nuestras más pequeñas debilidades, el cansancio de nuestros cuerpos, la necesidad de reposo. Sólo que el Señor no sólo descansa en una tabla de la barca, sino que reposa en su Padre.
En cierto modo, y de no mediar auxilio, esos pescadores son hombres muertos. Toda su experiencia no les sirve para enfrentar la magnitud de la tempestad que los acomete, y es casi seguro que la barca dará una vuelta de campana y han de morir ahogados.
Aún así, presos del terror que los paraliza, no han permitido que se les apague el último rescoldo de confianza que les queda, y a voz en grito acuden al Maestro que sigue durmiendo. Claman por auxilio, porque -aunque sea de un modo imperfecto- tienen algo de fé en el Cristo que vá con ellos.
Y Cristo los rescata, con la autoridad de la vida, con la fuerza misma del amor. Es semblanza perfecta del Todopoderoso porque ama. Y esos hombres no son liberados de una tormenta brava, sino quitados de las garras mismas de la muerte, enteros para la Salvación, plenos para que su fé madure y crezca.
Porque la autoridad del Señor implica que hace nacer cosas nuevas, y no tanto que suprima las malas. Y no hay mal que se resista a su sola presencia.
Somos navegantes, peregrinos en este mar grande que es el mundo. Nuestras débiles y acotadas existencias suelen verse acosadas por tempestades generadas en el devenir de los tiempos o por chubascos electos voluntariamente. Casi siempre nos parece que Dios se ha dormido, pues nos agobia no escuchar las respuestas y palabras que nos imaginamos.
Pero el silencio de Dios es de una diáfana claridad y contundencia para los corazones capaces de confiar y, por tanto, de oír y escuchar a pesar de tantos truenos.
Nadie debe perecer, Cristo navega con nosotros.
Paz y Bien
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