Para el día de hoy (27/07/19)
Evangelio según San Mateo 13, 24-30
Jesús de Nazareth tenía por oyentes habituales a sus discípulos -varios de ellos pescadores del mar de Galilea- y a una gran multitud que se componía, en su gran mayoría, de campesinos y jornaleros, toda vez que la economía judía del siglo I era predominantemente agrícola. Es por ello que los que le escuchaban -incluidos también escribas, fariseos y herodianos- sabían bien de qué hablaba cuando les ofrecía sus parábolas, pues las parábolas son propuestas, ventanas que se abren hacia otra dimensión insospechada que es el Reino de Dios aquí y ahora, la eternidad entretejida en la cotidianeidad.
Nosotros quizás hemos perdido esa capacidad de diálogo con las mujeres y los hombres de hoy, anunciar Buenas Noticias a partir de las cosas que le suceden a diario, y así nos perdemos en declamaciones puras y estériles, en abstracciones sin sentido.
En ese orden de ideas, el Maestro plantea la parábola de la cizaña, que con mayor precisión debería llamarse, tal vez, parábola de la cosecha.
La cizaña es una gramínea muy similar a la planta de trigo, y crece con regularidad en las zonas en donde el trigo se siembra. El crecimiento de ambos es simultáneo, y es harto difícil discriminar entre la buena planta de trigo de la mala cizaña, de tan parecidas que son. Pero esa similitud -esas gentes lo sabían con toda certeza- no exime a la cizaña de ser una maleza, que puede conferir una naturaleza tóxica a las espigas de trigo por un hongo que suele incubar en sus propias espigas; pero también, esa cizaña hará que la harina producto de ese trigo contaminado se vuelva ácida y amarga, y por lo tanto, cualquier pan amasado con ella tornará incomible, más veneno que alimento.
Sin embargo, hay un problema: la cizaña es tan idéntica al trigo, que la pretensión de arrancarla de raíz implica arrancar también el tallo de trigo, y así dejarlo morir. La solución estará en el tiempo de la cosecha, tiempo de separar malezas inútiles y malsanas del trigo noble, que tiene destino de pan que alimenta y se comparte.
Toda la humanidad, y no sólo los cristianos, tenemos destino de pan, destino frutal, destino de plenitud que se mide por esos frutos prodigados. Pero también todos tenemos las ansias de volvernos purificadores fulminantes de toda cizaña, sin reconocer tal vez que portamos buena cantidad de ella en nuestros corazones.
Por eso el aguardar a la cosecha implica paciencia, mucha paciencia, más no tolerancia ingenua o prudencia falaz que esconde cobardía. Hay cosas que no pueden ni deben tolerarse, de ninguna manera. Pero -literal y figuradamente- a través de la historia nos empecinamos en arrojar al fuego a demasiados cizañeros, todos nosotros expertos en descubrir briznas en miradas ajenas pero negadores empecinados en las vigas propias.
Porque el campo -la humanidad toda- no nos pertenece, y hemos de ser pequeños y felices labriegos. El Dueño del campo es el que decide el cuando y el cómo de la cosecha, e invariablemente, a pesar de todo y de todos, aún con toda una miríada de señales ansiosas, el destino de pan santo se ha de cumplir, y allí se enraiza orgullosamente humilde este tallo de trigo que es nuestra existencia.
Paz y Bien
Nosotros quizás hemos perdido esa capacidad de diálogo con las mujeres y los hombres de hoy, anunciar Buenas Noticias a partir de las cosas que le suceden a diario, y así nos perdemos en declamaciones puras y estériles, en abstracciones sin sentido.
En ese orden de ideas, el Maestro plantea la parábola de la cizaña, que con mayor precisión debería llamarse, tal vez, parábola de la cosecha.
La cizaña es una gramínea muy similar a la planta de trigo, y crece con regularidad en las zonas en donde el trigo se siembra. El crecimiento de ambos es simultáneo, y es harto difícil discriminar entre la buena planta de trigo de la mala cizaña, de tan parecidas que son. Pero esa similitud -esas gentes lo sabían con toda certeza- no exime a la cizaña de ser una maleza, que puede conferir una naturaleza tóxica a las espigas de trigo por un hongo que suele incubar en sus propias espigas; pero también, esa cizaña hará que la harina producto de ese trigo contaminado se vuelva ácida y amarga, y por lo tanto, cualquier pan amasado con ella tornará incomible, más veneno que alimento.
Sin embargo, hay un problema: la cizaña es tan idéntica al trigo, que la pretensión de arrancarla de raíz implica arrancar también el tallo de trigo, y así dejarlo morir. La solución estará en el tiempo de la cosecha, tiempo de separar malezas inútiles y malsanas del trigo noble, que tiene destino de pan que alimenta y se comparte.
Toda la humanidad, y no sólo los cristianos, tenemos destino de pan, destino frutal, destino de plenitud que se mide por esos frutos prodigados. Pero también todos tenemos las ansias de volvernos purificadores fulminantes de toda cizaña, sin reconocer tal vez que portamos buena cantidad de ella en nuestros corazones.
Por eso el aguardar a la cosecha implica paciencia, mucha paciencia, más no tolerancia ingenua o prudencia falaz que esconde cobardía. Hay cosas que no pueden ni deben tolerarse, de ninguna manera. Pero -literal y figuradamente- a través de la historia nos empecinamos en arrojar al fuego a demasiados cizañeros, todos nosotros expertos en descubrir briznas en miradas ajenas pero negadores empecinados en las vigas propias.
Porque el campo -la humanidad toda- no nos pertenece, y hemos de ser pequeños y felices labriegos. El Dueño del campo es el que decide el cuando y el cómo de la cosecha, e invariablemente, a pesar de todo y de todos, aún con toda una miríada de señales ansiosas, el destino de pan santo se ha de cumplir, y allí se enraiza orgullosamente humilde este tallo de trigo que es nuestra existencia.
Paz y Bien
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