Santo Tomás, Apóstol
Para el día de hoy (03/07/19)
Evangelio según San Juan 20, 24-29
Recordemos por un momento el escenario en donde se desarrollan los hechos que nos ofrece el Evangelio para el día de hoy: los discípulos se encontraban encerrados por temor a posibles represalias para con ellos, ese miedo a correr la misma suerte del Maestro. Padeciendo quizás un síndrome de ghetto, están paralizados por temor y por tristeza, pues jamás hubieran esperado que todo sucediera de un modo tan cruel, que Jesús se les hubiera muerto en derrota total a manos de sus enemigos.
Pero para el Señor no hay muro ni cerradura que pueda interponerse, especialmente esos obstáculos que gustamos de ubicar en nuestras almas, e inevitablemente se hace presente pleno de paz y de bendición.
Uno de los apóstoles -Tomás, llamado el Mellizo o Dídimo- no se encontraba con ellos. A su regreso, los otros le comunican con fervor que han visto al Señor, de nuevo vivo, otra vez con ellos. Pero Tomás se obstina -es un tenaz cabeza dura- y no cree, exige la certeza sensorial, mirar, tocar, ver para creer.
El símbolo no puede ser más explícito: la experiencia pascual, la experiencia del Resucitado sólo puede acontecer en comunidad, junto a los hermanos, jamás en soledad, y esto es crucial. La Iglesia, en tanto que comunidad y familia de las hijas y los hijos de Dios, es sacramento de Salvación, testigo fiel del Resucitado, y fuera de sus amparos no es posible que la fé madure y crezca.
Pero así como Tomás se obstina en su incredulidad, hemos de notar que a su vez hace una confesión tan contundente que atraviesa el velo de los siglos: Señor mío y Dios mío!. Porque el Crucificado, su Maestro, es el Resucitado que ha derrotado la muerte, que vive para siempre.
Es a través de las idas y vueltas de Tomás, que a pesar de todo es un hombre de fé, que nos llega una bendición y una luz magnífica a todos los creyentes de todos los tiempos, una bienaventuranza decisiva para todos nosotros, frágiles peregrinos de estos rumbos.
La fé en Jesucristo es nuestra herencia mejor, y será por siempre motivo de felicidad y causa de todas las alegrías.
Paz y Bien
Pero para el Señor no hay muro ni cerradura que pueda interponerse, especialmente esos obstáculos que gustamos de ubicar en nuestras almas, e inevitablemente se hace presente pleno de paz y de bendición.
Uno de los apóstoles -Tomás, llamado el Mellizo o Dídimo- no se encontraba con ellos. A su regreso, los otros le comunican con fervor que han visto al Señor, de nuevo vivo, otra vez con ellos. Pero Tomás se obstina -es un tenaz cabeza dura- y no cree, exige la certeza sensorial, mirar, tocar, ver para creer.
El símbolo no puede ser más explícito: la experiencia pascual, la experiencia del Resucitado sólo puede acontecer en comunidad, junto a los hermanos, jamás en soledad, y esto es crucial. La Iglesia, en tanto que comunidad y familia de las hijas y los hijos de Dios, es sacramento de Salvación, testigo fiel del Resucitado, y fuera de sus amparos no es posible que la fé madure y crezca.
Pero así como Tomás se obstina en su incredulidad, hemos de notar que a su vez hace una confesión tan contundente que atraviesa el velo de los siglos: Señor mío y Dios mío!. Porque el Crucificado, su Maestro, es el Resucitado que ha derrotado la muerte, que vive para siempre.
Es a través de las idas y vueltas de Tomás, que a pesar de todo es un hombre de fé, que nos llega una bendición y una luz magnífica a todos los creyentes de todos los tiempos, una bienaventuranza decisiva para todos nosotros, frágiles peregrinos de estos rumbos.
La fé en Jesucristo es nuestra herencia mejor, y será por siempre motivo de felicidad y causa de todas las alegrías.
Paz y Bien
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