Para el día de hoy (05/02/19):
Evangelio según San Marcos 5, 21-43
Ayer contemplábamos la acción liberadora del Señor en la región de los gerasenos, tierras extrañas, tierras gentiles en donde purifica y sana a un hombre agobiado por un espíritu inmundo, pues la bendición de Dios ha de llegar a todos los pueblos.
Hoy, el Maestro y sus amigos han cruzado nuevamente a la otra orilla, a tierras de Israel. Hay una intensa carga simbólica a la cual hemos de prestar atención: los doce años de la hija de Jairo y los doce años de enfermedad de la mujer hemorroísa refieren a los padecimientos sin remisión que sufría el pueblo judío.
Los médicos -los escribas y fariseos- habían consumido los bienes de la mujer sin sanarla, médicos infructuosos que ya no pueden sanar al pueblo, un pueblo que se apretuja alrededor de Cristo pues intuye que sólo en Él está la liberación que ansía y que no hallan.
Esa mujer, normalmente, estaría condenada al ostracismo debido a las rígidas normas de pureza ritual. Pero en sus hemorragias la vida se le escapa, y a pesar de todo intenta, entremezclada con ese mar de gentes, llegar a las cercanías de Cristo con una tenacidad asombrosa. Ella confía en que sólo tocando el borde de su manto quedará sanada, la confianza en ese Cristo del cual brotan fuentes de vida, y al solo contacto con su manto cesan de inmediato las hemorragias.
El Maestro advierte que algo ha pasado. Los discípulos brindan una respuesta razonable, la multitud que se agolpa es la causante de probables roces. Pero es una multitud que se vuelve masa informe, en donde todo se confunde, y para el Señor cada rostro, cada persona cuenta. Por ello y a pesar de que esa mujer se revista de miedo, temerosa de haber cometido una infracción, puede irse en paz pues por sobre todo prevalece la fé en Cristo, en ese Cristo que todo lo puede y es nuestra salud y nuestra paz.
En el otro extremo, la hija de Jairo. Es una niña que apenas se asoma a la vida, y aún así parece perderse en el marasmo de una muerte temprana. Jairo es el jefe laico de la sinagoga, y ello es la señal de que allí tampoco hay respuestas ni salud: la purificación y la santidad, la vida plena no será ya cuestión de reglamentos ni de ritos tabulados, sino del encuentro profundo con la persona del Señor, fuente de toda gracia.
Los comedidos de siempre tratan de imponer resignación y fatalismo irreversibles, justificadores de los pesares, y duele más cuando ello proviene de los discípulos.
Pero con Cristo finalizan los no se puede, los nunca, los imposibles. Basta creer para cambiar la historia.
¡Talitá kum! es la llamada del Maestro para que la niña despierte del letargo definitivo y regrese a la vida. Él manda a sus papás que la alimenten, signo cierto de que Cristo es el Pan de vida.
Él también nos dice a nosotros con voz fuerte Talitá kum para despertarnos de todas las muertes, para desertar felices de todos los adormecimientos, para volver a creer y espantar a una muerte que ya no tiene la última palabra.
Paz y Bien
Hoy, el Maestro y sus amigos han cruzado nuevamente a la otra orilla, a tierras de Israel. Hay una intensa carga simbólica a la cual hemos de prestar atención: los doce años de la hija de Jairo y los doce años de enfermedad de la mujer hemorroísa refieren a los padecimientos sin remisión que sufría el pueblo judío.
Los médicos -los escribas y fariseos- habían consumido los bienes de la mujer sin sanarla, médicos infructuosos que ya no pueden sanar al pueblo, un pueblo que se apretuja alrededor de Cristo pues intuye que sólo en Él está la liberación que ansía y que no hallan.
Esa mujer, normalmente, estaría condenada al ostracismo debido a las rígidas normas de pureza ritual. Pero en sus hemorragias la vida se le escapa, y a pesar de todo intenta, entremezclada con ese mar de gentes, llegar a las cercanías de Cristo con una tenacidad asombrosa. Ella confía en que sólo tocando el borde de su manto quedará sanada, la confianza en ese Cristo del cual brotan fuentes de vida, y al solo contacto con su manto cesan de inmediato las hemorragias.
El Maestro advierte que algo ha pasado. Los discípulos brindan una respuesta razonable, la multitud que se agolpa es la causante de probables roces. Pero es una multitud que se vuelve masa informe, en donde todo se confunde, y para el Señor cada rostro, cada persona cuenta. Por ello y a pesar de que esa mujer se revista de miedo, temerosa de haber cometido una infracción, puede irse en paz pues por sobre todo prevalece la fé en Cristo, en ese Cristo que todo lo puede y es nuestra salud y nuestra paz.
En el otro extremo, la hija de Jairo. Es una niña que apenas se asoma a la vida, y aún así parece perderse en el marasmo de una muerte temprana. Jairo es el jefe laico de la sinagoga, y ello es la señal de que allí tampoco hay respuestas ni salud: la purificación y la santidad, la vida plena no será ya cuestión de reglamentos ni de ritos tabulados, sino del encuentro profundo con la persona del Señor, fuente de toda gracia.
Los comedidos de siempre tratan de imponer resignación y fatalismo irreversibles, justificadores de los pesares, y duele más cuando ello proviene de los discípulos.
Pero con Cristo finalizan los no se puede, los nunca, los imposibles. Basta creer para cambiar la historia.
¡Talitá kum! es la llamada del Maestro para que la niña despierte del letargo definitivo y regrese a la vida. Él manda a sus papás que la alimenten, signo cierto de que Cristo es el Pan de vida.
Él también nos dice a nosotros con voz fuerte Talitá kum para despertarnos de todas las muertes, para desertar felices de todos los adormecimientos, para volver a creer y espantar a una muerte que ya no tiene la última palabra.
Paz y Bien
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