Para el día de hoy (27/02/19):
Evangelio según San Marcos 9, 38-40
Juan, al igual que su hermano Santiago -hijos de Zebedeo, pescadores de profesión- eran hombres de caracteres bravos, personalidades volcánicas, muy dados a las pasiones extremas. De allí que llevaran el apodo de Boanerges, que significa hijos del trueno.
Los caracteres así suelen requerir de mucha disciplina interior, tan dados a las emociones fuertes, tan proclives a actuar irreflexivamente, de un modo violento, precipitado y a veces excluyente.
En el acontecimiento que el Evangelista nos brinda en el día de hoy, tiene como uno de sus protagonistas al mismo Juan. En su peregrinar se han encontrado con un exorcista que expulsa demonios en el nombre de Jesús, pero que sin embargo no pertenece al círculo de los discípulos; es un sanador que hace el bien a partir de su confianza en ese Jesús que pasa, y que no es parte -aparentemente- de la iglesia naciente.
Basta saber ello para que Juan se incendie de indignación, y que junto a los demás trate de impedir el obrar de ese hombre, aunque la redacción del Evangelio sugiere que fué un intento nada más, un intento sin consecuencias.
Quizás la clave radique en la misma expresión de Juan: ese exorcista/sanador no está con ellos -el grupo que conforman los discípulos y Jesús de Nazareth- antes que afirmar que ese hombre no sigue al Maestro.
Juan ha puesto en un mismo plano ontológico el seguimiento a los discípulos que el seguimiento a Cristo, y en realidad, lo que expresa de modo tácito es una mentalidad sectaria que divide aguas entre unos pocos -escasos- nosotros y una miríada de ellos.
Juan es uno de los tres discípulos privilegiados -junto con Santiago y Pedro- que han sido testigo directo de la resurrección de la hija de Jairo y de la Transfiguración de su Maestro.
Pero ninguno de los tres, obcecadamente, acepta ni alcanza a comprender el abismal panorama que Jesús les refiere respecto de su Pasión; por ello, en cierto momento su madre intercederá ante Jesús para que ambos, Santiago y Juan, obtengan una posición prebendaria y privilegiada en cuanto se establezca el reino que ellos, en su mundana mentalidad, imaginan.
Esos exclusivismos tristemente perduran hasta nuestros días.
Suele ser muy atractiva la idea de una Iglesia pequeña, de unos pocos elegidos, un círculo de cristianos certificados y oficiales que separa las aguas respecto del resto, que se reivindica como especial, como pura, como mejor por lo que profesa antes que por el Espíritu que la congrega. Y así, muchos otros discípulos del Señor a los que no conocemos pero están alli, haciendo silenciosamente el bien sin pedir permiso, quedan en un afuera falaz.
Pero Cristo ha trazado para los suyos -para toda la humanidad- un círculo cordial, amplio, tan grande como la red de los pescadores que no se rompe, el árbol que cobija a todos los pájaros del cielo, la mesa para todos, a pesar de las diferencias, aún con nuestras mezquindades y la saña que nos gusta enarbolar a la hora de diferenciarnos.
Pues lo que cuenta es el bien que se ofrece, y ese Dios que es el que nos congrega a un nosotros del que Él mismo es centro y parte.
Paz y Bien
Los caracteres así suelen requerir de mucha disciplina interior, tan dados a las emociones fuertes, tan proclives a actuar irreflexivamente, de un modo violento, precipitado y a veces excluyente.
En el acontecimiento que el Evangelista nos brinda en el día de hoy, tiene como uno de sus protagonistas al mismo Juan. En su peregrinar se han encontrado con un exorcista que expulsa demonios en el nombre de Jesús, pero que sin embargo no pertenece al círculo de los discípulos; es un sanador que hace el bien a partir de su confianza en ese Jesús que pasa, y que no es parte -aparentemente- de la iglesia naciente.
Basta saber ello para que Juan se incendie de indignación, y que junto a los demás trate de impedir el obrar de ese hombre, aunque la redacción del Evangelio sugiere que fué un intento nada más, un intento sin consecuencias.
Quizás la clave radique en la misma expresión de Juan: ese exorcista/sanador no está con ellos -el grupo que conforman los discípulos y Jesús de Nazareth- antes que afirmar que ese hombre no sigue al Maestro.
Juan ha puesto en un mismo plano ontológico el seguimiento a los discípulos que el seguimiento a Cristo, y en realidad, lo que expresa de modo tácito es una mentalidad sectaria que divide aguas entre unos pocos -escasos- nosotros y una miríada de ellos.
Juan es uno de los tres discípulos privilegiados -junto con Santiago y Pedro- que han sido testigo directo de la resurrección de la hija de Jairo y de la Transfiguración de su Maestro.
Pero ninguno de los tres, obcecadamente, acepta ni alcanza a comprender el abismal panorama que Jesús les refiere respecto de su Pasión; por ello, en cierto momento su madre intercederá ante Jesús para que ambos, Santiago y Juan, obtengan una posición prebendaria y privilegiada en cuanto se establezca el reino que ellos, en su mundana mentalidad, imaginan.
Esos exclusivismos tristemente perduran hasta nuestros días.
Suele ser muy atractiva la idea de una Iglesia pequeña, de unos pocos elegidos, un círculo de cristianos certificados y oficiales que separa las aguas respecto del resto, que se reivindica como especial, como pura, como mejor por lo que profesa antes que por el Espíritu que la congrega. Y así, muchos otros discípulos del Señor a los que no conocemos pero están alli, haciendo silenciosamente el bien sin pedir permiso, quedan en un afuera falaz.
Pero Cristo ha trazado para los suyos -para toda la humanidad- un círculo cordial, amplio, tan grande como la red de los pescadores que no se rompe, el árbol que cobija a todos los pájaros del cielo, la mesa para todos, a pesar de las diferencias, aún con nuestras mezquindades y la saña que nos gusta enarbolar a la hora de diferenciarnos.
Pues lo que cuenta es el bien que se ofrece, y ese Dios que es el que nos congrega a un nosotros del que Él mismo es centro y parte.
Paz y Bien
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