Para el día de hoy (25/02/19):
Evangelio según San Marcos 9, 14-29
Al llano nuevamente.
Jesús de Nazareth se ha transfigurado frente a sus discípulos en la cima del monte Tabor; lo han visto resplandeciente, conversando con Moisés y con Elías, y la voz de Dios les ha dicho que es el Hijo amado al que deben escuchar. Pedro quiere perpetuar ese momento armando unas tiendas, pero el Maestro se niega. Es menester regresar al llano, descender de la montaña allí en donde la luz no abunda, donde campea el dolor, donde tanta falta hace la esperanza.
Allí mismo -destino inmediato de la misión- se encuentran al resto de sus discípulos en franca y encendida discusión con algunos escribas. El motivo: la incapacidad de esos discípulos de sanar a un niño que sufría los terribles golpes de lo que se consideraba posesión por un espíritu maligno, y que hoy -de acuerdo a la precisa descripción del Evangelista- identificaríamos como epilepsia en alguna de sus duras variantes.
En cuanto a la cualificación médica, quizás no sea tan importante: lo que cuenta, ante todo, es el que sufre. Pero la carga es aún mayor si nos ubicamos en la perspectiva de un concepto religioso que justificaba la enfermedad como causa directa del pecado -propio o de los padres- y a su vez desemboca en una condición de impureza ritual, de exclusión absoluta. En esa mentalidad todo está dicho y no hay retorno, y el doliente ha de quedar relegado a su suerte y su penar, y es por ello que los escribas discuten con varios de los discípulos.
Unos, enojados porque las fórmulas empeñadas no le han servido esta vez, a diferencia de los éxitos pretendidos de la misión anterior. Se descubren impotentes frente a la posesión del niño, y es una gran verdad que no terminan de entender ni de aceptar: de Dios proviene el bien, la salud, la Salvación. Ellos son mensajeros, pero el mensaje no les pertenece, y apenas confían en sí mismos, cuando en realidad deben fiarse de Otro.
Los otros, con otra clase de enojo. Escribas rigurosos que no pueden tolerar que no se les solicite autorización, que haya gentuza galilea -kelpers judíos-actuando en nombre de Dios, que no aceptan que pueda trastocarse ese orden cruel que ellos imponen y que creen de origen divino.
El Maestro se enoja. Es un enojo magnífico, porque la mansedumbre no es cobardía ni una reducción temerosa. Su enojo no se debe solamente a la falta de fé, a esa incredulidad que puede respirarse en ese sitio, sino también a la compasión que está ausente. Y es un enojo frutal, pues no se queda en la pura crítica abstracta, sino que pone manos y corazón a la obra: para el amor de Dios que se revela en Jesús de Nazareth -que se revela y se rebela- nada ni nadie puede anteponerse al que sufre.
El papá de ese niño vacila en su confianza en Jesús, pero aún así le suplica su auxilio. Porque es mucho el dolor -es dolor de un hijo, es un sufrir doble- y es de larga data. Pero esa vacilación no es una mancha, sino es signo de un alma que busca y no se resigna, y de nuestro peregrinar de fé esas dudas son bendición y crecimiento.
Porque la fé es don y misterio, y todo es posible desde esa fé que es totalmente personal. Porque no se trata de adoptar una religión, ni adherir a un sistema de ideas, sino y ante todo, de confiar en Alguien, en Jesús de Nazareth. Si queremos y confiamos, los imposibles ya no serán tales.
Y la oración opera milagros, desaloja demonios, es río santo de salud y liberación. Porque orando no repetimos fórmulas, orando nos ponemos en la misma sintonía y trascendencia de ese Dios que nos habla, y que es Todopoderoso porque ama sin límites ni condiciones.
Paz y Bien
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