Para el día de hoy (01/06/18):
Evangelio según San Marcos 11, 11-25
La lectura que nos ofrece la liturgia del día posee un profundo diálogo alegórico entre la higuera y el Templo, y es precisamente este diálogo el que no debe perderse de vista a la hora de contemplar la enseñanza del Maestro, que entra y sale del Templo de Jerusalem, que vá hacia Betania a horas intempestivas cuando parece ser demasiado tarde. Ese movimiento es motivo de nuestra esperanza, un Cristo que siempre está en nuestra búsqueda, que se llega a la cotidianeidad de nuestras existencia, que a veces toma distancia pero siempre regresa, jamás nos deja solos.
En el imaginario colectivo de Israel, la higuera representaba la imagen de sí mismo, árbol frutal cuidado por Dios; de acuerdo a lo que enseñaban los profetas, especialmente Jeremías, la higuera era fértil, daba buenos frutos cuando se mantenía fiel a su Dios, cuando seguía sus mandamientos.
Pero basta notar en nuestra lectura que esta higuera tiene un distingo anterior a la cuestión de los frutos, y es que se trata de una higuera con hojas. Sin demasiado esfuerzo, la imagen nos remite a Adán y Eva, al paraíso perdido, a las hojas que se utilizan para cubrir la vergüenza del pecado, la desnudez que es mucho más que la falta de vestidos sino más bien una vida que discurre lejos de la mirada bondadosa del Creador, el desamparo de una vida sumida en esa miseria elegida que llamamos pecado.
Por eso mismo cobra relevancia la actitud de Jesús: es evidente que esa higuera ha desertado de su destino frutal, de allí las hojas. Aún así, Él tenazmente busca algo más, sabe que es posible reverdecer más allá de la apariencia y aún cuando no sea época de cosechas. Es así nuestra existencia, a pesar de que solemos quedarnos a la intemperie de nuestros quebrantos.
Sin embargo y regresando al primer párrafo, no hemos de perder de vista al Templo de Jerusalem. La expulsión de los mercaderes del Atrio de los Gentiles define el inicio de un éxodo definitivo. La que debía ser casa de encuentro y oración se convirtió en escenario mercantil, la compra y venta de piedades, y allí ya no es ámbito para mujeres y hombres de fé sino una cueva de ladrones que se apropian de lo que no tiene precio, la Gracia de Dios. Así entonces opera el desplazamiento fundante: a Dios no se lo encuentra en lugares sacralizados, sino en la persona de Jesús de Nazareth, y por su amor infinito y re-creador, cada hombre y cada mujer hermanos suyos son también templos vivos y palpitantes del Dios de la vida.
En ese Templo se ha abdicado del verdadero culto a Dios. Se repiten fórmulas pero no se reza, se cumplen reglamentos pero no se ama. Hay muchas hojas bellas, pero ningún fruto nutricio.
No así el destino y la vocación a la que se nos invita.
A frutos de compasión y piedad. A una vida que renazca, de la mano de Dios, en el perdón y en aprojimarse al hermano que se ha alejado, desde el vínculo filial conque se nos ha bendecido sin merecerlo.
Paz y Bien
En el imaginario colectivo de Israel, la higuera representaba la imagen de sí mismo, árbol frutal cuidado por Dios; de acuerdo a lo que enseñaban los profetas, especialmente Jeremías, la higuera era fértil, daba buenos frutos cuando se mantenía fiel a su Dios, cuando seguía sus mandamientos.
Pero basta notar en nuestra lectura que esta higuera tiene un distingo anterior a la cuestión de los frutos, y es que se trata de una higuera con hojas. Sin demasiado esfuerzo, la imagen nos remite a Adán y Eva, al paraíso perdido, a las hojas que se utilizan para cubrir la vergüenza del pecado, la desnudez que es mucho más que la falta de vestidos sino más bien una vida que discurre lejos de la mirada bondadosa del Creador, el desamparo de una vida sumida en esa miseria elegida que llamamos pecado.
Por eso mismo cobra relevancia la actitud de Jesús: es evidente que esa higuera ha desertado de su destino frutal, de allí las hojas. Aún así, Él tenazmente busca algo más, sabe que es posible reverdecer más allá de la apariencia y aún cuando no sea época de cosechas. Es así nuestra existencia, a pesar de que solemos quedarnos a la intemperie de nuestros quebrantos.
Sin embargo y regresando al primer párrafo, no hemos de perder de vista al Templo de Jerusalem. La expulsión de los mercaderes del Atrio de los Gentiles define el inicio de un éxodo definitivo. La que debía ser casa de encuentro y oración se convirtió en escenario mercantil, la compra y venta de piedades, y allí ya no es ámbito para mujeres y hombres de fé sino una cueva de ladrones que se apropian de lo que no tiene precio, la Gracia de Dios. Así entonces opera el desplazamiento fundante: a Dios no se lo encuentra en lugares sacralizados, sino en la persona de Jesús de Nazareth, y por su amor infinito y re-creador, cada hombre y cada mujer hermanos suyos son también templos vivos y palpitantes del Dios de la vida.
En ese Templo se ha abdicado del verdadero culto a Dios. Se repiten fórmulas pero no se reza, se cumplen reglamentos pero no se ama. Hay muchas hojas bellas, pero ningún fruto nutricio.
No así el destino y la vocación a la que se nos invita.
A frutos de compasión y piedad. A una vida que renazca, de la mano de Dios, en el perdón y en aprojimarse al hermano que se ha alejado, desde el vínculo filial conque se nos ha bendecido sin merecerlo.
Paz y Bien
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