Para el día de hoy (02/06/18):
Evangelio según San Marcos 11, 27-33
La escena que nos relata el Evangelio de este día se desarrolla otra vez en el Templo de Jerusalem, inmediatamente de la purificación del templo que realiza el Maestro, expulsando a vendedores y cambistas del atrio de los gentiles.
Allí, sumos sacerdotes, escribas y notables increpan a Jesús. El derribo de las mesas de los cambistas y los animales espantados de los corrales es inconcebible e intolerable, y son varias las causas que desatan la controversia furibunda. Frente al devenir humano, frente a la historia es menester tener una mirada amplia, pues nunca se trata de hechos unívocos, sino más bien de circunstancias multicausales.
De esa manera, podemos advertir ciertas cuestiones que motivan las iras de los enemigos del Señor. Por un lado, su autoridad queda en entredicho frente al pueblo que les obedece y les teme -terrible cosa la de gobernar mediante el miedo-. Su poder frente a las gentes es omnímodo e incuestionable, bajo el constante apercibimiento de pena capital en caso de rebeldía.
Por otro, y aunque no sea del todo explícito, estamos hablando de hombres eruditos pertenecientes a una larga tradición de hombres instruídos en renombradas escuelas rabínicas, que ahora ven tambalearse el orden que los favorece por ese hombre joven, pobre y cuyo acento lo vende como provinciano, un galileo siempre sospechoso al que desprecian por autonomasia, quizás por no ser como ellos.
Sin embargo, otras dos cuestiones están en danza: la ominosa presencia del pretor romano y las legiones estacionadas en la zona, garantes del poder imperial. Actos de rebeldía no controlados por los dirigentes implicarían directamente la irrupción militar supresiva romana.
Y otro dato, aunque parezca demasiado mundano, revela también su gravitación: al voltear las mesas de los cambistas y finiquitar el tráfico de animales para el sacrificio, Jesús de Nazareth arranca sin vacilaciones un accionar profano del ámbito sagrado del Templo. La enorme afluencia de peregrinos a Jerusalem, principalmente en las grandes fiestas, suponía el ir y venir de miles y miles de personas de toda la Diáspora, que necesitaban cambiar el dinero de su lugar de origen por los shekels habilitados para el pago de las ofrendas normadas, a lo que se debe añadir la compra de los animales kosher para los sacrificios y holocaustos ofrecidos. Todo ese pingüe negocio, el nefasto monopolio comercial de la fé, respondía precisamente a la dirigencia religiosa de su tiempo, y de allí también la furia encendida sin apaciguamiento, el cuestionamiento acerca de donde proviene la autoridad de Jesús de Nazareth para hacer lo que hace. Ellos no lo autorizaron, y es una constante tristemente repetida, andar pidiendo permiso para hacer el bien.
El trasfondo es el concepto de autoridad que sobrevuela esas rígidas estructuras religiosas. En boca de esos hombres, el cuestionamiento de la autoridad del Señor es una provocación que ahonda el abismo que los separa por su exclusiva responsabilidad. El silogismo es vano y falaz, internarse por allí es sumergirse en un fangal sin destino, del mismo modo que mediante ciertas vetas dialécticas los poderosos de turnos pretenden embarcar al pueblo en batallas sin sentido, peleas que no son tales y que desvían la atención y la vida de lo verdaderamente importante.
El abismo es tal que la pregunta no amerita respuesta. Para esas gentes el poder y la autoridad refieren dominio, fuerza demoledora, potencia ejecutoria, juicio sobre los demás.
Nada tan distinto ni tan en las antípodas. En el tiempo de la Gracia, el Reino entre nosotros, el poder es el servicio y la autoridad surge de la identidad de hijos de Dios, una autoridad que no cercena los asomos distintivos sino que hace surgir cosas nuevas, brotes santos de una vida que se renueva generosa, palpitante, humilde y tenaz.
De allí la invocación a la figura de Juan el Bautista: el bautismo de Juan es un punto de partida, camino de identidad filial y conversión de corazones que quieren vivir según Dios, desde el amor y la libertad.
Paz y Bien
Allí, sumos sacerdotes, escribas y notables increpan a Jesús. El derribo de las mesas de los cambistas y los animales espantados de los corrales es inconcebible e intolerable, y son varias las causas que desatan la controversia furibunda. Frente al devenir humano, frente a la historia es menester tener una mirada amplia, pues nunca se trata de hechos unívocos, sino más bien de circunstancias multicausales.
De esa manera, podemos advertir ciertas cuestiones que motivan las iras de los enemigos del Señor. Por un lado, su autoridad queda en entredicho frente al pueblo que les obedece y les teme -terrible cosa la de gobernar mediante el miedo-. Su poder frente a las gentes es omnímodo e incuestionable, bajo el constante apercibimiento de pena capital en caso de rebeldía.
Por otro, y aunque no sea del todo explícito, estamos hablando de hombres eruditos pertenecientes a una larga tradición de hombres instruídos en renombradas escuelas rabínicas, que ahora ven tambalearse el orden que los favorece por ese hombre joven, pobre y cuyo acento lo vende como provinciano, un galileo siempre sospechoso al que desprecian por autonomasia, quizás por no ser como ellos.
Sin embargo, otras dos cuestiones están en danza: la ominosa presencia del pretor romano y las legiones estacionadas en la zona, garantes del poder imperial. Actos de rebeldía no controlados por los dirigentes implicarían directamente la irrupción militar supresiva romana.
Y otro dato, aunque parezca demasiado mundano, revela también su gravitación: al voltear las mesas de los cambistas y finiquitar el tráfico de animales para el sacrificio, Jesús de Nazareth arranca sin vacilaciones un accionar profano del ámbito sagrado del Templo. La enorme afluencia de peregrinos a Jerusalem, principalmente en las grandes fiestas, suponía el ir y venir de miles y miles de personas de toda la Diáspora, que necesitaban cambiar el dinero de su lugar de origen por los shekels habilitados para el pago de las ofrendas normadas, a lo que se debe añadir la compra de los animales kosher para los sacrificios y holocaustos ofrecidos. Todo ese pingüe negocio, el nefasto monopolio comercial de la fé, respondía precisamente a la dirigencia religiosa de su tiempo, y de allí también la furia encendida sin apaciguamiento, el cuestionamiento acerca de donde proviene la autoridad de Jesús de Nazareth para hacer lo que hace. Ellos no lo autorizaron, y es una constante tristemente repetida, andar pidiendo permiso para hacer el bien.
El trasfondo es el concepto de autoridad que sobrevuela esas rígidas estructuras religiosas. En boca de esos hombres, el cuestionamiento de la autoridad del Señor es una provocación que ahonda el abismo que los separa por su exclusiva responsabilidad. El silogismo es vano y falaz, internarse por allí es sumergirse en un fangal sin destino, del mismo modo que mediante ciertas vetas dialécticas los poderosos de turnos pretenden embarcar al pueblo en batallas sin sentido, peleas que no son tales y que desvían la atención y la vida de lo verdaderamente importante.
El abismo es tal que la pregunta no amerita respuesta. Para esas gentes el poder y la autoridad refieren dominio, fuerza demoledora, potencia ejecutoria, juicio sobre los demás.
Nada tan distinto ni tan en las antípodas. En el tiempo de la Gracia, el Reino entre nosotros, el poder es el servicio y la autoridad surge de la identidad de hijos de Dios, una autoridad que no cercena los asomos distintivos sino que hace surgir cosas nuevas, brotes santos de una vida que se renueva generosa, palpitante, humilde y tenaz.
De allí la invocación a la figura de Juan el Bautista: el bautismo de Juan es un punto de partida, camino de identidad filial y conversión de corazones que quieren vivir según Dios, desde el amor y la libertad.
Paz y Bien
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