Para el día de hoy (04/06/18):
Evangelio según San Marcos 12, 1-12
La enseñanza que nos brinda la lectura del día continúa enmarcada en la encendida polémica que se había desatado en la Ciudad Santa entre los dirigentes religiosos -sumos sacerdçotes, escribas y notables/ancianos- y el rabbí de Nazareth tras la purificación del Templo, la ocasión en que Él voltea las mesas de los cambistas y espanta los rebaños que se vendían allí mismo, en el Atrio de los Gentiles. El motivo es que un lugar sagrado se había convertido en una feria, un bazar, y se menoscababa su sentido primordial de casa de oración.
Una doble vertiente encendía las furias de esos hombres poderosos y peligrosos: por un lado, su autoridad casi absoluta -limitada sólo por el pretor romano- estaba cuestionada gravemente frente a un pueblo que debía inclinarse en señal de sometimiento. Por el otro, un pingüe negocio que los enriquecía quedaba baldado. De allí la recriminación que cuestiona la autoridad del Maestro, y no se trata solamente de un enojo virulento, sino de una velada amenaza que irá in crescendo hasta la Pasión.
La lógica indica, por lo tanto, que es mejor irse o bien disminuír la intensidad de la discusión. Es poco razonable echar más combustible a esa peligrosa hoguera que consume los corazones de esos hombres furiosos.
Pero la fidelidad al Padre y a la verdad prevalecen por sobre cualquier razonabilidad y cualquier prudencia justificada, y por eso el Maestro les habla de ese modo, sin temor. La parábola de los viñadores homicidas está dirigida sin ambages hacia ellos, aunque el orgullo y la soberbia a menudo enceguecen y ensordecen a los poderosos, que como es usual, en el fondo son temerosos del pueblo al que no sirven, y del que se valen como una propiedad que se usa y se descarta.
Si ahondamos en la parábola más allá del conflicto con las autoridades, dos cosas refulgen como perlas escondidas: la ausencia del Dueño de la viña y su pobreza.
La ausencia implica que el Dueño se vá lejos, y que arrienda la viña que ha plantado y edificado con sus manos a unos viñadores. En cierto modo, la ausencia del Dueño es la ausencia de Dios que solemos percibir en los momentos críticos o difíciles; sin embargo, esa ausencia no es un desentenderse, el alejarse a un cielo-país inaccesible, nada de eso. Se trata, por sobre todo, de una confianza que no merecemos. El Dueño ha dejado en nuestras manos torpes el cuidado de la viña que trabajosamente constituyó, y esa confianza es asombrosa, inconmensurable y fundante, revelación amorosa del Dios de Jesús de Nazareth, Dios que se encarna y que inaugura el tiempo santo de Dios y el hombre.
La pobreza tácita e implícita es demoledora: todavía le quedaba alguien, su Hijo, el Dueño se ha despojado de todo -de sí mismo- en favor de esa humanidad de la que está profundamente enamorado. El envío del Hijo es el compromiso definitivo de un tiempo signado por el nosotros y bendito por ese Dios de amor, y la viña puede rescatarse y ser esplendorosa si se recibe al Hijo humilde y servidor que viene a estos lagares que nunca, jamás, han sido olvidados ni librados a su suerte.
En verdad, cuando se deshecha por mil razones la piedra angular que sostiene la edificación, Cristo de nuestra Salvación, todo se derrumba, como también se caen todas las falacias amontonadas tras el poder y las ideas vanas que olvidan lo importante, Dios con nosotros.
Paz y Bien
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