Para el día de hoy (13/04/18):
Evangelio según San Juan 6, 1-15
Los cuatro Evangelios dan cuenta de la multiplicación de los panes en tierra de Israel; no obstante, sólo el Evangelista Juan es quien nos brinda un dato importantísimo y es que acontece en cercanía a la celebración de la Pascua judía. Es un signo crucial que no podemos pasar por alto.
Las gentes que acudían masivamente para las festividades al Templo de Jerusalem ahora llegan a celebrar la Pascua allí en donde se encuentre Cristo, verdadero templo vivo de Dios, espacio definitivo de Salvación. Celebrar la Pascua era hacer memoria del paso liberador de Dios en la historia de Israel: ahora, la verdadera liberación sólo se encontrará en Aquél que a todos recibe y a nadie rechaza.
El protagonismo del pan en la historia de la Salvación es, cuanto menos, asombroso y extraño. Hay una lista inverosímil de alimentos y comidas, pero para todas las culturas el pan representa el núcleo del sustento sin el cual es imposible la vida. Dios decide y elige la vía del pan para llegar a la vecindad humana, y se hace hombre en Belén -Beth-Lehem, literalmente Casa del Pan-. Dios se hace algo tan sencillo y tan común a todos los hombres como ese pan que se parte, reparte y comparte.
Su Hijo amado es el pan de vida para todos los pueblos.
En un camino cercano a una aldea perdida, es reconocido por los suyos en ese pan compartido, una existencia corporal que se abandona y se hace ese pan bendito, ofrenda divina para la Salvación.
El cálculo de Felipe bien puede ser el nuestro, y expresa el problema desde el lado de los costos, de las imposibilidades razonadas, del cruzarse los brazos resignados frente a la necesidad del otro. Igualmente, doscientos denarios son un dineral para esas gentes en ese tiempo: sin embargo, será Cristo quien pague el precio mayor, su propia sangre derramada generosamente, para que esa multitud se sacie, y haya abundante pan para todos los que vengan, peregrinos de todos los tiempos.
Un niño tiene cinco panes de cebada y dos pescaditos, un almuerzo de pobre, y aún así ofrece al Maestro lo que tiene, que aparenta poco pero es muy valioso, porque allí se juega su existencia. Con el apóstol Andrés, cuando las situaciones nos sobrepasan y la razón nos indica que nada se puede hacer, es menester volver a los gestos de humilde solidaridad, a la mano tendida en silencio, que aunque parezca mínima esconde un tesoro cordial que Dios hará maravillas. Probablemente sea una ingenuidad frente a los terribles problemas actuales, pero si así fuera, es preferible esa pretendida ingenuidad compasiva y solidaria a la razonada aplicación de políticas de hambre. Porque el hambre impuesto y no elegido es una ofensa gravísima a Dios en el rostro del prójimo, y si ese hambre sucede a causa de la corrupción, hay allí una maldición mortal que es imperativo barrer de nuestros patios y nuestros corazones, en manso afán de justicia.
Cristo, Pan de vida, nos compromete con la oblación de su vida entregada por todos, incluidos los que le odian y le persiguen. Porque no debe faltar pan en el plato del hermano, porque solidaridad y inteligencia no se contraponen, y cuando ellas están iluminadas y orientadas por la fé, la mesa de los hermanos se agranda y celebraremos cada vez más, agradecidos, a ese Cristo que se ha ido para quedarse definitivamente como sustento eterno.
Y roguemos, amigos y hermanos, roguemos sin cesar para que nunca nos falte el hambre de Dios, un intenso hambre de paz, una persistente sed de justicia, un hambre sin desmayos por el amor de Dios que restaura, crea, perdona y nos pone de pié frente a Su mirada.
Paz y Bien
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