Para el día de hoy (16/04/18):
Evangelio según San Juan 6, 30-35
La lectura del día nos presenta la tensión existente entre tradiciones y tiempos viejos y la novedad del Reino inaugurada y proclamada por Jesús de Nazareth.
Para las gentes que lo interpelaban había una separación que no podían ni querían franquear: antigua y nueva alianza, tiempo de maduración, de preparación, de promesas y tiempo de cumplimiento y plenitud.
La figura de Moisés para el pueblo judío es incuestionable y es el ejemplo en donde todos se miran. Lo que él hizo por su pueblo es determinante para todas las generaciones, y no debe controvertirse por ningún motivo. Por ello el planteo de exigir un milagro mayor o espectacularmente superador que la distribución del maná durante los años de peregrinación en el desierto, camino a la tierra prometida.
Señal de la divina providencia, de la bondad de Dios para con su pueblo, el maná sostenía la vida, respaldaba la supervivencia de toda la comunidad, buenos y malos, justos y pecadores por igual. No era propiedad de nadie, pan gratuito y generoso para todos, pan equitativo, pan fraterno. No era acaparable ni acumulable, por eso cuando los peregrinos lo guardaban se echaba a perder, y desde ese tiempo, con ellos y con todos los pueblos, suplicamos a Dios que nos dé el pan nuestro y suyo de cada día, porque prevalece la confianza en la bondad de Dios.
El mana sostenía la vida para que el pueblo fuera libre para honrar y vivir según su Dios: al llegar a la Tierra Prometida finaliza su función, su mediación.
Frente a ese Cristo que nos recuerda y hace presente el amor de Dios, que nos regresa siempre a los orígenes frutales -tal es el significado primero del vocablo jerarquía, jer arjé, regresar al origen- volvemos a rogar por el pan bajado del cielo, pan vivo para la vida.
Para las gentes que lo interpelaban había una separación que no podían ni querían franquear: antigua y nueva alianza, tiempo de maduración, de preparación, de promesas y tiempo de cumplimiento y plenitud.
La figura de Moisés para el pueblo judío es incuestionable y es el ejemplo en donde todos se miran. Lo que él hizo por su pueblo es determinante para todas las generaciones, y no debe controvertirse por ningún motivo. Por ello el planteo de exigir un milagro mayor o espectacularmente superador que la distribución del maná durante los años de peregrinación en el desierto, camino a la tierra prometida.
Señal de la divina providencia, de la bondad de Dios para con su pueblo, el maná sostenía la vida, respaldaba la supervivencia de toda la comunidad, buenos y malos, justos y pecadores por igual. No era propiedad de nadie, pan gratuito y generoso para todos, pan equitativo, pan fraterno. No era acaparable ni acumulable, por eso cuando los peregrinos lo guardaban se echaba a perder, y desde ese tiempo, con ellos y con todos los pueblos, suplicamos a Dios que nos dé el pan nuestro y suyo de cada día, porque prevalece la confianza en la bondad de Dios.
El mana sostenía la vida para que el pueblo fuera libre para honrar y vivir según su Dios: al llegar a la Tierra Prometida finaliza su función, su mediación.
Frente a ese Cristo que nos recuerda y hace presente el amor de Dios, que nos regresa siempre a los orígenes frutales -tal es el significado primero del vocablo jerarquía, jer arjé, regresar al origen- volvemos a rogar por el pan bajado del cielo, pan vivo para la vida.
En cierto modo, nosotros también somos peregrinos como Israel, pero nuestro andar se dirige a la casa del Padre, y es precisamente ese Pan, la Eucaristía, el pan de Dios que ha sido concedido al pueblo de Dios, a la Iglesia y a todos los pueblos para sostener nuestros pasos, para establecernos firmes en el amor de Dios, para volvernos nosotros mismos pan de servicio y oblación para el hermano, como el Pan asombroso e inagotable que sacia todas las angustias y hambres, Cristo, verdadero pan de vida que perdura por siempre.
Paz y Bien
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