Para el día de hoy (18/01/18):
Evangelio según San Marcos 3, 7-12
El conflicto con las autoridades religiosas de Israel fué in crescendo, brutal e inclemente. Ya le habían impuesto la etiqueta de blasfemo y aberrante, del nó porque nó, y aunque Él afanosamente no la buscara, la ruptura sucedió. En adelante Jesús de Nazareth ya no podría enseñar en las sinagogas pues escribas, fariseos y herodianos -en especial, los dos primeros- dictaminaron su excomunión de la peor de las formas, es decir, mantenerlo bajo sospecha permanente de infractor y hereje. Nunca concedieron ni una posibilidad de consideración a la bondad, a la salud, a la escucha.
Sin dudas, el poder es una droga perniciosamente adictiva cuando no es servicio hacia los demás, y el poder de esos hombres oscilaba peligrosamente pues se exhibía carente de autoridad, de verdad, de legitimidad.
En una contrapunto sinfónico, a la execración de las autoridades religiosas, a su envidia y severos recelos, el pueblo sencillo lo busca con denuedo, lo sigue adonde vaya, confía en Él sin demasiadas vueltas. Puede que aún tengan ciertos vicios en sus almas de los que deban aligerarse, y ciertas imágenes que les enturbien la mirada -las ideologías pueden ser gravosas-, pero la multitud lo sigue con ansiedad y confianza, y es el primer paso de la fé, el confiar en la bondad de Jesús de Nazareth que es el amor mismo de Dios y es su doctrina, una doctrina que se aprende en la misma existencia, corazón adentro, antes que en las academias.
Venían de la misma Judea, la de la ortodoxia, la de los más puros, la de esa Jerusalem resplandeciente e imponente. Venían los sospechados campesinos y pescadores galileos, sus paisanos. Venían los idumeos, sureños ellos y casi extranjeros. Venían los norteños de Tiro y Sidón, más gentiles que judíos, y aún así, a nadie rechazaba.
En esa multitud radica el símbolo de todas las naciones de la tierra, de todos aquellos que sólo en ese Cristo encontrarán respuesta. Probablemente, sea menester que el Maestro deba subirse a un pequeño bote por el empuje de las gentes, y no sólo por su propia seguridad: hay que calmar los ánimos, hay que aplacar un poco las ansiedades para que no sobrevengan esos amontonamientos en donde se pierde la singularidad, esa identidad propia de cada uno tan amada por Dios.
Y hay un tiempo de crecimiento: quizás aún no puedan reconocerle como Mesías, pero lo que verdaderamente cuenta y permanece es la confianza en Su persona.
Como bautizados con una inequívoca vocación misionera, es menester que la Palabra nos interpele. Y especialmente nos sinceremos para decir en verdad de qué lado estamos, si en el ámbito de los circunspectos juzgadores del amor y la compasión, o en el cómodo balcón tibio de los que observan y dictaminan acerca del pueblo sin involucrarse, con un escondido sentimiento de superioridad culpógeno.
O definitivamente, gratamente embarrados nuestros pies en medio del pueblo sufriente en el que Dios ha acampado y se ha quedado para siempre.
Paz y Bien
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