Para el día de hoy (09/01/18):
Evangelio según San Marcos 1, 21-28
Contrariamente a la creencia usual, las sinagogas -en especial, en la Palestina del siglo I- no eran templos: Templo había uno solo, y las sinagogas eran recintos, a veces simples hogares de los vecinos, en donde se reunía la comunidad preferentemente en el Shabbat y se celebraba el culto al Dios de Israel, un culto que incluía la oración, la lectura de las Escrituras y una predicación pública en carácter homilético que refería al pasaje leído -también y con el tiempo, las sinagogas fueron centros educativos-.
Por no ser templo, en una sinagoga preponderaba la asistencia laica y masculina: uno de los fieles cumplía un rol símil presidente de la asamblea, que a su vez distribuía las diversas funciones.
En aquellos tiempos, los escribas eran tenidos en alta estima, y así ocupaban sitios preferenciales en los primeros asientos de la sinagoga. Ellos eran eruditos en el estudio e interpretación de la Torah, y solían exhibir credenciales de mayor o menor graduación de acuerdo a los grandes doctores con los que hubieran estudiado. Su método era una exégesis redundantemente conservadora, con profusión de citas que referían a otras autoridades en la Torah anteriores a ellos, y a mayores citas de otros, mayor es la relevancia de lo que enseñan, convirtiéndose en la ortodoxia de la fé de Israel. Sin embargo, ese exceso de erudición no implica necesariamente sabiduría, y solían transitar por la superficie formar de la Palabra, ignorando o dejando de lado al Espíritu que la sustenta e inspira. Por ello una fé así se vuelve o bien una ideología, o bien un cúmulo de preceptos a cumplir en donde el corazón no tiene lugar, y la piedad es práctica acumulativa, nunca amorosa.
No obstante ello, todo varón judío mayor de treinta años tenía el derecho a leer la Palabra y a comentarla. Sin dudas, una voz nueva como la del rabbí nazareno iba a ser bien recibida en esa sinagoga de Cafarnaúm. Y Jesús se pone a enseñar.
Los asistentes no pueden dejar de escucharle, ni le quitan un ojo de encima. Están asombradísimos: este galileo no enseña al modo de los escribas, sino con autoridad propia. No requiere citar a otros comentaristas. Al fin y al cabo, eso quedará para los escribas: ahora tienen, entre ellos, la voz perfecta del mismo autor de esa Palabra.
Y esa autoridad no se limita a una función docente. Auctoritas en su sentido primordial, vocablo asociado al latín augere, que implica promocionar, hacer crecer cosas.
Los escribas requieren lo que otros ha dicho para fundar su enseñanza represiva, la creencia que se impone, que suprime libertades y existencias. El surgimiento de este rabbí galileo los cuestiona en sus cómodas existencias y prebendas, y por eso se volverán sus enemigos mortales.
Jesús de Nazareth enseña lo que eternamente será bueno y nuevo, no lo que se ha ido anquilosando a través de la repetición irreflexiva desconocedora de cualquier rastro humano. Jesús de Nazareth habla de libertad.
En el sitio en donde el pueblo elegido se reune para el recto culto a su Dios, con sabios entendidos en la Ley, han ignorado a un hombre atormentado. En la reunión de los puros, florece una impureza que oprime y no es tenida en cuenta.
Pero a la presencia de Cristo ningún mal se le resiste. Es esa misma autoridad: el poseso es liberado de los fantasmas gravosos que acosan su mente, su alma, y es nuevamente un hombre pleno, total, capaz de vivir, de amar, de ser feliz.
En ello consiste también la libertad traída por el Maestro: que nos purifica para ver lo que solemos pasar por alto, el dolor del hermano sometido, los quejidos del que sufre. Esa libertad no es libertad de, sino más bien libertad para. Como sabía decir un santo mártir obispo nuestro, la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.
Libertad para servir, para la compasión, para el amor, para la vida.
La fé cristiana no otorga privilegios de Salvación, sino responsabilidades solidarias con el hermano y con ese Dios que se hermana en nuestra humanidad.
Paz y Bien
Por no ser templo, en una sinagoga preponderaba la asistencia laica y masculina: uno de los fieles cumplía un rol símil presidente de la asamblea, que a su vez distribuía las diversas funciones.
En aquellos tiempos, los escribas eran tenidos en alta estima, y así ocupaban sitios preferenciales en los primeros asientos de la sinagoga. Ellos eran eruditos en el estudio e interpretación de la Torah, y solían exhibir credenciales de mayor o menor graduación de acuerdo a los grandes doctores con los que hubieran estudiado. Su método era una exégesis redundantemente conservadora, con profusión de citas que referían a otras autoridades en la Torah anteriores a ellos, y a mayores citas de otros, mayor es la relevancia de lo que enseñan, convirtiéndose en la ortodoxia de la fé de Israel. Sin embargo, ese exceso de erudición no implica necesariamente sabiduría, y solían transitar por la superficie formar de la Palabra, ignorando o dejando de lado al Espíritu que la sustenta e inspira. Por ello una fé así se vuelve o bien una ideología, o bien un cúmulo de preceptos a cumplir en donde el corazón no tiene lugar, y la piedad es práctica acumulativa, nunca amorosa.
No obstante ello, todo varón judío mayor de treinta años tenía el derecho a leer la Palabra y a comentarla. Sin dudas, una voz nueva como la del rabbí nazareno iba a ser bien recibida en esa sinagoga de Cafarnaúm. Y Jesús se pone a enseñar.
Los asistentes no pueden dejar de escucharle, ni le quitan un ojo de encima. Están asombradísimos: este galileo no enseña al modo de los escribas, sino con autoridad propia. No requiere citar a otros comentaristas. Al fin y al cabo, eso quedará para los escribas: ahora tienen, entre ellos, la voz perfecta del mismo autor de esa Palabra.
Y esa autoridad no se limita a una función docente. Auctoritas en su sentido primordial, vocablo asociado al latín augere, que implica promocionar, hacer crecer cosas.
Los escribas requieren lo que otros ha dicho para fundar su enseñanza represiva, la creencia que se impone, que suprime libertades y existencias. El surgimiento de este rabbí galileo los cuestiona en sus cómodas existencias y prebendas, y por eso se volverán sus enemigos mortales.
Jesús de Nazareth enseña lo que eternamente será bueno y nuevo, no lo que se ha ido anquilosando a través de la repetición irreflexiva desconocedora de cualquier rastro humano. Jesús de Nazareth habla de libertad.
En el sitio en donde el pueblo elegido se reune para el recto culto a su Dios, con sabios entendidos en la Ley, han ignorado a un hombre atormentado. En la reunión de los puros, florece una impureza que oprime y no es tenida en cuenta.
Pero a la presencia de Cristo ningún mal se le resiste. Es esa misma autoridad: el poseso es liberado de los fantasmas gravosos que acosan su mente, su alma, y es nuevamente un hombre pleno, total, capaz de vivir, de amar, de ser feliz.
En ello consiste también la libertad traída por el Maestro: que nos purifica para ver lo que solemos pasar por alto, el dolor del hermano sometido, los quejidos del que sufre. Esa libertad no es libertad de, sino más bien libertad para. Como sabía decir un santo mártir obispo nuestro, la verdadera liberación es el paso de la servidumbre al servicio.
Libertad para servir, para la compasión, para el amor, para la vida.
La fé cristiana no otorga privilegios de Salvación, sino responsabilidades solidarias con el hermano y con ese Dios que se hermana en nuestra humanidad.
Paz y Bien
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