Para el día de hoy (19/01/18):
Evangelio según San Marcos 3, 13-19
Las Escrituras están pobladas de signos y símbolos que son como trampolines para que tomemos impulso, para trasponer las escasas fronteras de la pura literalidad y sumergirnos en las aguas santas del misterio, del infinito, de la eternidad, de Dios mismo.
Signos que nos orientan con certeza la mirada, señales con un destino preciso.
Símbolos que son ventanas que se abren al día, día de sol -sin demasiados razonamientos, con una profundidad asombrosa-, para no quedarnos en lo poco que somos capaces de ver.
El Evangelio para el día de hoy nos regala así varios símbolos, a pesar de que en apariencia su extensión es pequeña.
El envío misionero sucede en la montaña, símbolo del encuentro con Dios, y es a partir de un encuentro muy personal con el Dios del universo que se descubre la vocación -que debe ser cultivada, cuidada, edificada-, y que es iniciativa bondadosa de ese Dios que nos sale al encuentro.
Son doce los elegidos, los instituídos por el Maestro como discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel, las que llevaron desde la cautividad de Egipto la promesa inquebrantable de un Dios que siempre cumple sus promesas, y es la continuidad a través de los siglos del amor y la constancia de un Dios que jamás nos abandona, que nunca renuncia a sus hijas e hijos, que pone toda su confianza en la humanidad con todo y a pesar de todo.
Los nombres responden a hombres concretos, de carne y hueso. La vocación siempre es personal, se dirige a cada uno de nosotros con nuestros caracteres, con nuestros aciertos y nuestros errores, con nuestras fidelidades y nuestros quebrantos aún a riesgo de la traición mayor. Es que se trata de la locura indescriptible del amor mismo.
Los sueños infinitos de Dios para toda la humanidad por la que se desvive, su proyecto, sólo pueden expresarse y concretarse a través de la comunidad que Él mismo reune, congregación cordial que tiene que ver con los sentimientos antes que con las razones: es la re-unión junto a Jesús de Nazareth y no la adopción de un corpus de ideas y preceptos religiosos.
Esa comunidad se distingue por ser elegida por la misma ternura de Dios, sin que influyan méritos o esfuerzos previos: de Dios son siempre las primacías.
Esa comunidad tiene por misión anunciar la mejor de las noticias a todos los sitios, a todo el mundo, hasta los confines del universo, en un esfuerzo cotidiano por desalojar con bondad y mansedumbre el mal que hiere, aliena e impide la plenitud, el ser felices.
Y es una comunidad que está inmersa en todas las Galileas de las periferias del mundo: no mira al resto desde alturas soberbias ni a través de distantes monitores, sino que se funde con los más pobres, en donde resplandece el rostro mismo de Dios.
Una comunidad que soñamos, que amamos, que a veces nos duele a morir, y que llamamos Iglesia.
Paz y Bien
Signos que nos orientan con certeza la mirada, señales con un destino preciso.
Símbolos que son ventanas que se abren al día, día de sol -sin demasiados razonamientos, con una profundidad asombrosa-, para no quedarnos en lo poco que somos capaces de ver.
El Evangelio para el día de hoy nos regala así varios símbolos, a pesar de que en apariencia su extensión es pequeña.
El envío misionero sucede en la montaña, símbolo del encuentro con Dios, y es a partir de un encuentro muy personal con el Dios del universo que se descubre la vocación -que debe ser cultivada, cuidada, edificada-, y que es iniciativa bondadosa de ese Dios que nos sale al encuentro.
Son doce los elegidos, los instituídos por el Maestro como discípulos, símbolo de las doce tribus de Israel, las que llevaron desde la cautividad de Egipto la promesa inquebrantable de un Dios que siempre cumple sus promesas, y es la continuidad a través de los siglos del amor y la constancia de un Dios que jamás nos abandona, que nunca renuncia a sus hijas e hijos, que pone toda su confianza en la humanidad con todo y a pesar de todo.
Los nombres responden a hombres concretos, de carne y hueso. La vocación siempre es personal, se dirige a cada uno de nosotros con nuestros caracteres, con nuestros aciertos y nuestros errores, con nuestras fidelidades y nuestros quebrantos aún a riesgo de la traición mayor. Es que se trata de la locura indescriptible del amor mismo.
Los sueños infinitos de Dios para toda la humanidad por la que se desvive, su proyecto, sólo pueden expresarse y concretarse a través de la comunidad que Él mismo reune, congregación cordial que tiene que ver con los sentimientos antes que con las razones: es la re-unión junto a Jesús de Nazareth y no la adopción de un corpus de ideas y preceptos religiosos.
Esa comunidad se distingue por ser elegida por la misma ternura de Dios, sin que influyan méritos o esfuerzos previos: de Dios son siempre las primacías.
Esa comunidad tiene por misión anunciar la mejor de las noticias a todos los sitios, a todo el mundo, hasta los confines del universo, en un esfuerzo cotidiano por desalojar con bondad y mansedumbre el mal que hiere, aliena e impide la plenitud, el ser felices.
Y es una comunidad que está inmersa en todas las Galileas de las periferias del mundo: no mira al resto desde alturas soberbias ni a través de distantes monitores, sino que se funde con los más pobres, en donde resplandece el rostro mismo de Dios.
Una comunidad que soñamos, que amamos, que a veces nos duele a morir, y que llamamos Iglesia.
Paz y Bien
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