Para el día de hoy (23/01/18)
Evangelio según San Marcos 3, 31-35
Situémonos por un momento en el ambiente y las circunstancias previas a la situación que nos refiere el Evangelio para el día de hoy.
El Maestro ya no es aceptado en las sinagogas, pues el enfrentamiento con las autoridades religiosas es tan intenso y brutal que, prácticamente, lo han excomulgado. Pero eso no detiene su ministerio -nada ni nadie lo hará- y en su mismo caminar, en lugares abiertos, en el campo y en el desierto multitudes cada vez mayores van en su busca, al punto de no dejarlo comer, ni dormir, ni lo fundamental para su vida, su oración.
Esas masas de gentes no suelen buscarlo por su identidad Mesiánica: encuentran en Él a un rabbí agradable y distinto, otros a un taumaturgo milagrero, otros a quien puede reivindicar las ansias nacionalistas de Israel. Y mientras tanto, escribas, fariseos y hasta herodianos comienzan a considerarlo blasfemo, es decir, reo de muerte en el caso de comprobarlo jurídicamente.
Allí entra a terciar su familia; en las culturas semíticas del siglo I, familia/parientes -en este caso, hermanos- no explicita solamente a aquellos vinculados en grado primordial por la sangre o árbol genealógico, sino también a la tribu o clan, estructura básica de la sociedad de su tiempo.
Este joven galileo no se comporta como ellos esperan que lo haga, que no se casa ni forma una familia, y que para colmo de males se enfrenta abiertamente con las autoridades religiosas acarreando sobre sí un grave peligro -la blasfemia, de comprobarse, lleva a una condena a muerte- y un serio desprestigio para la familia, que se golpe ven como las multitudes se desesperan por acercarse a ese joven que creían conocer. A tal punto, que esos parientes lo consideran un loco, un extraviado, un exaltado fuera de sí.
Su presencia fuera de la casa en donde Jesús se encontraba es elocuente aún cuando mucho no digan. Reclaman lo que creen pertenecerle, lo buscan para llevárselo de nuevo a Nazareth, a la pretendida normalidad, a que todo vuelva a discurrir en la cómoda rutina prevista.
La respuesta de Jesús a esos planteos suena violenta, dura, un desplante a los suyos. En realidad establece que nada ni nadie -aún los propios afectos- impedirán que continúe y consume su ministerio.
Pero ahondando más, establece nuevos vínculos que superan largamente los acotados por la raza, la sangre, el clan: a contrario de quien suponga un desmerecimiento de lo familiar, el Maestro establece en cambio que una nueva familia está formándose, la de aquellos que hacen la voluntad de Dios, los que aman, los que profesan la justicia, la compasión, la fraternidad sin condiciones. Los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica.
Esta fuerza familiar es inmensa. En esta familia creciente se definen identidades y destinos eternos, y es un infinito misterio de bondad que cada hombre y cada mujer se convierta, a través de este Cristo tan cercano, en padre, hermano, madre, pariente de este Dios que acampa entre nosotros.
Así entonces, aunque por momentos la razón le impida ciertas comprensiones, María de Nazareth es parte de esa familia mucho antes de su parto belenita. María de Nazareth es madre y es hermana por cobijar la Gracia de Dios y hacerla vida, existencia cotidiana, signo e invitación para toda la humanidad.
Paz y Bien
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