Tempestades obedientes




Para el día de hoy (30/01/16): 

Evangelio según San Marcos 4, 35-41



El mar de Galilea se encuentra en un valle -por debajo del nivel del mar- rodeado por montañas y peñascos, es decir, en una especie de olla natural, por lo que es usual que fuertes vientos agiten sus aguas de manera inesperada, violentos aluviones que encrespan las aguas normalmente tranquilas.

Varios de los discípulos de Jesús de Nazareth eran pescadores de profesión, es decir, eximios navegantes y expertos conocedores de esas aguas. Las investigaciones arqueológicas más recientes indican que las barcas de pesca de aquel entonces medían, aproximadamente, ocho metros de largo por dos metros de ancho y un calado de algo más de un metro: no es difícil imaginarse dentro de una barca así, tan pequeña y llena de gente, que se moverá principalmente por el viento, haciendo a menudo infructuosos los esfuerzos con los remos.
Y no es tampoco difícil representarse la situación de esos hombres, aún con su experiencia, a los bandazos incontrolables en un espacio pequeño que parece achicarse más por la fiereza del viento que parece querer engullirse la pequeña barca.

La escena remite a un peligro inmediato, tangible, efectivo, y quizás tenga una carga de imágenes arquetípicas a nivel inconsciente, las aguas turbulentas como un monstruo al que no se puede dominar ni contener, la desprotección total y azarosa. 
Pero esos hombres no son hombres comunes, citadinos, son pescadores expertos. Para ellos a menudo el viento es una bendición que los hace navegar de orilla a orilla y al centro del lago en donde la pesca es más efectiva. En este caso, perciben al viento como un vector de muerte.

A veces, a causa de lo limitados que somos, percibimos las tempestades de la existencia tanto como un regalo de Dios como también una maldición. Y quizás sólo se trate de viento, y de que esta barca que somos es muy frágil.

El Cristo adormecido en el lugar del timonel es una imagen profundamente humana, un Cristo cansado por los trajines incesantes que como cualquier otro necesita reposo. 
Pero para esos hombres -apresados por el miedo- más que un amigo cansado, les parece un Mesías indiferente. En las tormentas que nos suelen acaecer solemos preferir la queja antes que la confianza, una Iglesia que se somete a los zarandeos de los temporales históricos pero que no se afirma en el poder del amor de su Dios, y que cuando reniega cree perecer.

Porque como una imagen indeleble, esos hombres eran profundamente religiosos, y persistía en ellos el Creador que ordena el caos de las aguas primordiales, un acto infinito de autoridad y creación.
Así entonces, la transición del caos al cosmos se refleja en ese Cristo al que las aguas encrespadas obedecen, y por eso no salen de su asombro: las tempestades calmadas son una teofanía, una manifestación de Dios en el Mesías.

Más aún: a ese Cristo todas las tempestades le obedecen. Cuando nos exiliamos de la queja y arribamos a la tierra santa de la plegaria, tierra sin mal de la Gracia, ese Dios que se nos antojaba dormido o esquivo se nos despierta, haciendo que todo se vuelva a encauzar en la calma de Su presencia.
Hay que seguir confiando.

Paz y Bien

0 comentarios:

Publicar un comentario

ir arriba