Evangelio según San Marcos 3, 1-6
Volvemos a estar con el Maestro un sábado, en la sinagoga. La presencia entre los asistentes de un hombre con una mano paralizada -o cualquier enfermo- aparece como improbable dadas las rígidas normas de pureza ritual, y es por ello que ese hombre, en ese momento sagrado y con la presencia prejuiciosa de cierto número de fariseos, implique una provocación deliberada. Ello se ratifica por la postura atenta de esos fariseos, que buscan solamente la infracción, la acción delictual contra la ley sabática.
Puede aducirse un profundo y piadoso celo por guardar las normas, que en verdad estaba, pero los problemas pasaban por otro lado: en el afán de la estricta observancia de unas normas absolutizadas, dejaron de lado la caridad, el socorro, la compasión. Importaba más si Jesús de Nazareth infringía esas normas que si ese hombre enfermo sanaba de su dolencia.
Un hombre de una mano paralizada era un hombre con muchos problemas. No puede trabajar en los empleos de la época, por lo cual no puede llevar el sustento a los suyos. Una mano paralizada es una mano incapaz de expresar afectos, o en situaciones terribles, empuñar las armas de su nación en la batalla. Un hombre de una mano paralizada es, bajo la casuística imperante, un impuro cuya dolencia es producto de pecados cometidos por sí mismo o por sus padres.
Un hombre de una mano paralizada es un hombre venido a menos.
Pero si ese hombre tenía una extremidad carente de movilidad, peor aún era la dureza que exhibían los corazones de esos hombres indignados.
El bien nunca se pospone, por ninguna razón ni por ningún motivo.
Como colofón, el Evangelista señala una confabulación de fariseos y herodianos para acallar el Maestro. Más crudamente, para acabar con Él. Es la asociación del poder religioso con el poder político cuando, en tren de prorrogar dominios, buscan aplastar a los hombres y las mujeres de Dios, sin importar las consecuencias ni las bendiciones que se coartan.
Paz y Bien
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