Para el día de hoy (18/01/16):
Evangelio según San Marcos 2, 18-22
Los discípulos del Bautista y los fariseos tenían en común la misma sujeción a la Ley, expresión de un tiempo que finaliza. Ellos persistían en una religiosidad de rictus amargo, de temor, de los gestos piadosos que procuran bendición divina; la piedad, claro está no está mal, sino el concepto erróneo de suponer que hacemos una serie de cosas por Dios, y nó lo que el Creador hace por nosotros.
En ese espíritu, la Ley como criterio organizador y rector es más que válida; los problemas comienzan cuando se la plantea como un absoluto, y quizás sin darse cuenta, se pretende desalojar a Aquél que la inspira, sustenta y brinda sentido.
Dentro de esas obligaciones emanadas de la Ley estaba el ayuno. Se practicaba dos veces a la semana, con gestos visibles penitenciales, preparando y anticipando la llegada mesiánica. Pero el Cristo ya ha llegado, ya está allí, y entonces el ayuno pierde ese sentido de triste preparación. Es el tiempo de celebrar el amor de Dios, la presencia de Dios en Cristo, Dios que se hace hombre, el Verbo que se hace carne y habita entre nosotros.
El ayuno será importante pero desde otra perspectiva, pues lo decisivo es la presencia del Salvador.
El Reino ya está aquí entre nosotros, vivificando las existencias apagadas, las esperanzas mustias. Es el vino nuevo de la Salvación, con el que siempre hemos de brindar, aún en los momentos más duros.
La Buena Noticia de Jesucristo no es una alternativa más, ni una reforma religiosa, ni tampoco una modalidad de poder diferente. Es tan fundante y santamente desmesurada que no puede ser contenida en moldes predeterminados, en conceptos ni ser propiedad de unos pocos.
Es un vino nuevo que exige odres nuevos. Posee una fuerza imparable que todo parche que se coloque, sin cambiar de raíz la totalidad de los viejos odres, hará que estos estallen.
Todo ha de ser nuevo, comenzando por los corazones.
Paz y Bien
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