Para el día de hoy (15/01/16):
Evangelio según San Marcos 2, 1-12
En su ministerio, el Maestro ha recorrido caminos, pueblos y ciudades de Galilea sanando enfermos, recibiendo excluidos y afligidos, anunciando la Buena Noticia. Su fama se ha diseminado rápidamente por todas partes, y a su regreso a Cafarnaúm, a la vivienda familiar de Andrés y Pedro que era también su hogar temporal, las multitudes se reunen dentro de la casa y alrededor de ella, cada uno con sus ansias y deseos, pero con el principio que todo lo vincula y unifica, el Cristo presente allí mismo.
Aún así, esa fama también tiene otro cariz intranquilizante: entre las gentes se entremezclan escribas de la corriente farisea, inspectores puntillosos de la ortodoxia, celosos defensores de la religiosidad oficial.
El contraste es inequívoco, simbólico, entre el esfuerzo solidario de esos hombres que portan al paralítico, que abren un boquete en el techo, que bajan al enfermo delante del Maestro y los escribas, espectadores pasivos a los que parece no importarle nada más que su enjundia judicial, su quietud en tren de magisterio.
Es menester tener presente que los escribas y los fariseos eran hombres profundamente religiosos, religiosos profesionales y celosos defensores de su Dios. Allí comienzan los problemas: no hay que preocuparse por lo que somos capaces de hacer por Dios -¿acaso algo podemos hacer, mínimos como somos?- sino más bien descubrir todo hace por nosotros. Pero la piedad acendrada de esos escribas se nublaba, pues inferían una fé acotada a unos pocos puros, un Dios inaccesible del que sólo ellos podían ser los portavoces autorizados. La enseñanza de Jesús de Nazareth los ponía nerviosos, los sacaba de eje, los enojaba. Su poder, su dominio sobre el pueblo inevitablemente se encontraría en entredicho, pues ese humilde rabbí galileo hablaba de un Dios de amor que se brindaba a todos sin condiciones. Allí, en esa casa de Cafarnaúm, se desataría abiertamente un conflicto que iría in crescendo y que desembocaría en la Pasión del Señor en la cruz.
Hemos de observar detenidamente al enfermo: nada dice, se halla completamente postrado, inmóvil. Es su dolencia que le impide moverse, es una religiosidad que doblega almas mediante el miedo, los castigos pretendidamente divinos, la resignación rente a las enfermedades consideradas como justa retribución por los pecados cometidos. Más aún, en todo depende de otros.
A veces, cuando la fé y la esperanza del hermano se derrumban, hay que ponerse al hombro la existencia del herido de la vida. Y si hay recintos que se cierran, por los motivos que fueran, abrir mansamente boquetes en los techos. No importa tanto el cómo, sino el llegar a la presencia de ese Cristo que no es de nadie porque es servidor de todos.
Cristo de nuestros asombros. Cuando todos esperaban quizás una acción de taumaturgia, Él ofrece al hombre postrado un perdón gratuito, incondicional, infinitamente generoso, un perdón que restaura y levanta, un perdón que sana y salva. Una humanidad recuperada, un hombre en pié sin menoscabos. Y por sobre todo, ese hombre de pié que camilla en mano vuelve, nuevo, con los suyos, como signo cierto de la eficacia del perdón de Cristo que es el perdón de Dios.
Los escribas parecen descontrolarse en el fondo de su alma. Sólo Dios puede perdonar a través de ellos y de sus complejos ritos. No ese galileo alborotador, que ellos entienden que comete un delito mayor y capital, la blasfemia.
Pero el pueblo lo reconoce y se admira. Y hay que volver esperanzados a casa, a lo cotidiano, allí en donde la vida transcurre y se decide día a día, con esta bendición que nos hace nuevos, mujeres y hombres re-creados a pura bondad de Dios.
Paz y Bien
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