Para el día de hoy (16/12/15):
Evangelio según San Lucas 7, 19-23
Juan el Bautista tenía discípulos que seguían sus pasos y enseñanzas; los datos que encontramos en los Evangelios y en los estudios historiográficos indican que este discipulado tenía las características de un movimiento religioso y nó de un pequeño y cerrado grupo. Esa extensión del ministerio de Juan, por ello, lo volvía cada vez más peligroso para los poderes político y religioso, por su influencia notoria sobre el pueblo.
En la lectura del día de hoy, y aunque no lo menciona explícitamente -lo sabemos por el Evangelio según San Mateo-, el Bautista está preso en las mazmorras de Herodes, en correspondencia con ese peligro percibido y suprimido. Sin embargo Juan no se resigna y permanece fiel a su vocación profética, es la voz en el desierto, el que allana los caminos de Aquél cuya llegada es inminente. Pero intuye que su tiempo, a causa de los violentos e intolerantes, se está por terminar, y ha descubierto con su profunda mirada al Cordero de Dios caminando por entre la multitud que acude a bautizarse con él a orillas del Jordán.
Aún así, envía a dos de sus discípulos al encuentro de Jesús de Nazareth: el dúo es garantía simbólica de veracidad según la legislación tradicional judía: la pregunta es crucial, y refiere a si deben seguir esperando o si Él, Jesús de Nazareth, es el Mesías esperado.
Varias cuestiones se tejen aquí: las vacilaciones propias del terror de estar encerrado, a oscuras, despreciado sólo por llamar a los corazones a la integridad y a la conversión, con la sombra de una muerte ominosa aflorando por todas partes. También, ese Mesías intuido no se condice con los antiguos esquemas de un Mesías glorioso y vengador de su pueblo, que restauraría el Reino de Israel. Ese joven galileo, humilde y pobre, parece no adaptarse a los viejos moldes.
Más allá de todo, más que dudas, hay en Juan una confianza que todo lo sobrepasa. Sea cual fuera la respuesta, Juan confía en el rabbí galileo, pues sabe que no quedará defraudado.
La respuesta no se hace esperar: el tiempo es hoy, éste es el tiempo.
No se trata de una afirmación doctrinal, sino profundamente vivencial, decididamente enraizada en lo humano.
Para la religiosidad de la época, pobreza, enfermedad y muerte son marcas indelebles, ante las que hay que agachar la cabeza. Las dolencias como consecuencia directa del pecado, una acción punitiva de Dios que impurifica al enfermo con doble castigo, como doliente y como pecador condenado. La pobreza como como desgracia producto de una vida disipada e impía, pues la bendición de la prosperidad sólo alcanza a los que se atienen a los rigores preceptuales. La muerte como frontera infranqueable, irreversible, frontera definitiva.
Todo el ministerio de Jesús de Nazareth revierte estos conceptos crueles y hace presente el amor de Dios sanando a los enfermos, resucitando a los muertos, anunciando la Buena Noticia a los pobres, a todos aquellos para los que nunca hay ninguna noticia nueva ni buena. Ello es lo que llevan los discípulos al Bautista como credenciales de identidad del Salvador presente en medio de su pueblo.
Adviento es un regalo inmenso, es el tiempo ideal para volver a preguntarnos -aquí y ahora- si Cristo es el Mesías que esperamos, nuestro Salvador nacido de mujer en la pobreza de un pesebre, o si debemos esperar a otro.
La respuesta no debe hacerse esperar, pues la Salvación, que es alegría plena, que es felicidad, está al alcance de todos y es impostergable.
En el Niño Santo nos encontraremos nuevamente para que la vida se ponga de nuevo en movimiento pascual.
Paz y Bien
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