María, Madre y medianera de la Gracia
Para el día de hoy (07/11/14)
Evangelio según San Juan 2, 1-11
La imagen es entrañable. Se trata de un pequeño poblado en los montes de Galilea de la periferia judía, una aldea similar a tantas de las que conocemos en nuestros países, en donde todos se conocen entre sí, y se comparten alegrías y desgracias. La rutina del esfuerzo por el sustento y la supervivencia suele ser tan contundente como demoledora, y es quizás por ello que la celebración de unas bodas -de varios días de duración- sean muy importantes, probablemente el gran acontecimiento del año.
En una boda, en un lugar así, un día no alcanza: es menester durante una semana que se celebre la vida, el amor, los hijos que vendrán, el hecho primordial de encontrarnos con vida y, por ello mismo, juntarnos para que esto no se pase por alto.
Nada es casual ni coyuntural en los Evangelios; por ello mismo San Juan destaca que allí, en Caná de Galilea, Jesús de Nazareth realiza el primer signo de su ministerio de Salvación. Es menester que nos detengamos atentamente aquí, pues nos encontramos en un sitio pequeño, alejado de los esplendores de las grandes ciudades, y el Evangelista nos habla de un signo, es decir, una señal inequívoca que nos dirige con toda certeza la mirada, y nó tanto de milagros, en la intención de no aferrarnos a lo espectacular o prodigioso mas sí de atesorar en los corazones el riquísimo misterio que nos ofrece.
Se trata de un primer signo, la primera señal, y no es primera tanto en el sentido temporal -time line religiosa- sino de una cronología teológica o espiritual que posee el carácter primordial de lo definitivo y definitorio.
Es significativo también que antes que el Maestro y los suyos lleguen, ya se encuentre María, la Madre del Señor. Tal vez tuviera cierto parentezco lejano con alguno de los contrayentes, porque es evidente que se mueve con soltura en el ambiente festivo de Caná, mucho más que una simple invitada.
No abundaremos en explicaciones -probablemente vanas- pero señalaremos los afectos sin estridencias de nuestra gente más sencilla, que encuentra en María de Nazareth a alguien tan cercano que siempre está en sus casas, madre, hermana y amiga, porque intuyen y saben que donde está la Madre está el Hijo, porque al Hijo se llega por la Madre...y porque el Hijo jamás le negará nada a la Madre.
En estas celebraciones aldeanas el vino es fundamental, para regar con su calor los días que duren los festejos. En esta boda, el vino se agota, y por eso mismo, si no hay vino no hay celebración, la fiesta se apaga y se apaga la vida, se adormece en las veleidades de la rutina y el sinsentido.
De Dios son todas las primacías, y en donde está María de Nazareth hay una señal perpetua, un candil encendido para que no nos olvidemos de ese Dios que sale al encuentro y que se deja encontrar, Dios que ofrece y se entrega a sí mismo. Ella está siempre atenta a las necesidades de todos, porque creyentes o incrédulos, fieles o infieles, buenos o malos, todos sin excepción somos hijas e hijos de su Dios por un asombroso misterio insondable de afecto y cercana ternura.
Y Ella se dá cuenta de que la vida no puede seguir así, que la vida ha de ser celebrada, que ese vino nuevo del Hijo ha de estar al alcance de todos los que se animen a brindar, el vino del Reino, el vino de la Gracia.
Seis tinajas había allí, signo antiguo de una fé envejecida que se aferra a los gestos vacíos sin Dios. Lo que cuenta es lo dado, lo que purifica los corazones es la Gracia de Dios.
Cada tinaja tiene cien litros de capacidad.
Cien litros del vino nuevo del Reino parece una enormidad para una pequeña aldea de parte de ese Cristo que tiene la misma mirada de la Madre, que transforma en vino santo todas las aguas muertas.
Lo que en verdad sucede es que hay mucho, muchísimo vino para todos los que llegarán, vino para que todos también brindemos porque la Salvación está aquí y ahora entre nosotros.
Paz y Bien
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