Evangelio según San Lucas 21, 10-19
La lectura que la liturgia nos presenta en el día de hoy es violenta y vulnera muchas certezas.
Porque socava cierto tipo de comodidades religiosas de las cuales nos apropiamos con fervor.
Porque añoramos paz y armonía, y el Maestro nos promete desprecios, acosos y persecuciones por causa del Evangelio.
Está claro que si esto sucede es loable, y es fruto de la santidad. Pero a veces nos quedamos en una observación romántica, casi pueril, cuando en realidad se trata de situaciones espantosas, atroces, durísimas.
Las hermanas y hermanos, los discípulos de Jesús de Nazareth serán, de acuerdo a esa fidelidad, tratados como subversivos, como delincuentes, como desestabilizadores del orden, y entregados a las autoridades como malhechores para su castigo, el que a veces llega a la misma muerte.
Tal vez desde esa perspectiva, la medida de la fidelidad de la Iglesia estriba en si no se acomoda a los poderes de este mundo, y si se la persigue por su compromiso con la Buena Noticia, y por ello con los más pequeños, con los olvidados, con las víctimas de todo tiempo y lugar.
Ningún dolor es deseable, ningún horror es delectación.
Pero la diferencia la hace siempre la fidelidad. La fidelidad al Evangelio.
Y por sobre todo, la fidelidad de un Dios que jamás nos dejará abandonados a nuestra suerte, librados a las maldades de imperen, porque a pesar de toda cruz, tenemos la certeza de que lo que prevalece por ese amor infinito es la vida, la Resurrección.
Paz y Bien
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