Para el día de hoy (21/03/14):
Evangelio según San Mateo 21, 33-46
Cualquier judío de su época lo sabía bien: la viña, simbólicamente, representaba a Israel, creada, plantada y cuidada por Dios, y a su vez cedido su uso y sus beneficios a los hijos de Abraham. Por ello el Maestro capta enseguida la atención de sus oyentes con la parábola que hoy nos ofrece el Evangelio.
A través de la historia, ese Dios -único propietario de la viña- fué enviando servidores y mensajeros con palabras certeras para los viñadores, pues el Dueño advertía que las uvas de la cosecha iban de mal en peor, y que el vino, en consecuencia, sería avinagrado e intomable, un signo de vidas dilapidadas, de existencias que se apagan.
Sin embargo los viñadores, con creciente violencia, fueron desoyendo a estos enviados; a algunos, brindándoles su más perfecta indiferencia. A otros su desprecio. A otros, una violencia explícita.
Pero el Dueño es tenaz, porque la viña tiene sentido cuando dá frutos buenos. Ese tiempo de cosecha no es un abstracto post mortem como solemos degustar, sino que está revestido de un aquí y un ahora.
No es un horizonte difuso, una zanahoria lejana a la que nos encaminamos a golpes duros de palos, es bien concreto, y el Dueño es tan paciente como persistente.
Llegado el tiempo de tantos rechazos, envía a su Hijo, en la suposición de que su propia sangre ha de ser escuchada. Pero los arrendatarios, los concesionarios, no lo escuchan y lo matan, gesto brutal de soberbia y desprecio e intento falaz de apropiarse de la viña. Sin un heredero vivo y con un Dueño lejano, ellos reivindicarían legalmente su propiedad.
Llegados a este extremo, los dirigentes de Israel se dan cuenta que se dirige puntualmente a ellos.
Porque con Cristo el Reino ha llegado, ahora mismo está entre nosotros. Y vida que no florece, vida que perece; sin embargo, es un Dios Abbá, un Dios que ama como un Padre y cuida como una Madre, y no se trata de castigo sino más bien, este perecer, de la consecuencia necesaria.
En la arquitectura y albañilerías de la antigüedad, la piedra angular era una piedra o pilar de gran tamaño que se colocaba en el punto de unión de dos muros, brindándoles fortaleza y soportando el peso de toda la construcción. Sin esta piedra angular, las paredes se derrumban y todo se viene abajo.
Cada vez que se rechaza a los enviados de Dios -padre, madre, amigos, desconocidos mensajeros, profetas de barrio, los pobres, las vidas consagradas- nuestros edificios se conmueven, y corremos serio riesgo de derribo.
No escuchar la voz del Hijo a través de sus hermanos, es viña desperdiciada, es casa derrumbada, es templo/existencia inútil.
Paz y Bien
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