Para el día de hoy (29/03/14):
Evangelio según San Lucas 18, 9-14
Los fariseos carecen hoy de una fama respetable; por el contrario, son el ejemplo antitético de la vida cristiana. Muchas veces, por las actitudes que en aquel tiempo tuvieron con Jesús y sus discípulos, la calificación es comprensible; sin embargo, todo prejuzgamiento siempre, inevitablemente, es peligroso y tiene poco de justicia.
Los fariseos eran hombres muy religiosos, que es esmeraban a diario en la piedad, en aras de agradar a su Dios. Y en el tiempo del ministerio de Jesús, se habían vuelto aún más severos y puntillosos, pues ansiaban preservar la identidad nacional de Israel y la fidelidad a la Torah inmersos como estaban en una dominación romana que no se limitaba a lo militar, sino que poco a poco iba carcomiendo su cultura y sus tradiciones. A la par de ello, los publicanos -judíos ellos también- recaudaban impuestos mediante prácticas corruptas y extorsivas para la potencia opresora.
Así, mientras unos tratan de mantenerse fieles al Dios de sus mayores, otros de sus hermanos expolian al pueblo judío sirviendo al extranjero, al invasor romano.
Esa premisa quizás nos ayude a profundizar más la parábola que Jesús nos ofrece desde la Palabra en el día de hoy.
El fariseo se yergue de pié en el Templo, y levanta la vista orgulloso. Implícitamente, la Palabra nos indica que reza sólo, que evita el menor contacto con el impuro, con el pecador, con el publicano. En su oración descolla tanto el ego, que no hay lugar ni para la adoración, para la confesión o para el arrepentimiento: sólo una expresión de gratitud por sí mismo.
El fariseo atesora su propio carácter como parámetro de medida de los demás, y eso es lo que lo pierde. Porque la prerrogativa del juicio es de Dios, y estas circunstancias, el fariseo es un usurpador que desde un altar de puro orgullo juzga y desprecia al otro, encarnado aquí en el publicano.
En realidad, el fariseo no ora, sino monologa. Se habla y se reza a sí mismo, pues la oración es diálogo y, especialmente, escucha atenta de ese Dios que siempre nos habla y nos está buscando.
En cambio, en las antípodas de esta actitud, el publicano está inmóvil, tanto que no se atreve a levantar la mirada. Se sabe indigno y se reconoce culpable de las miserias que ha provocado, y del daño que ha ocasionado a su propio pueblo: se reconoce miserable y pecador, y como tal ni siquiera espera justicia. Sólo implora merced, ruega por misericordia.
En su simple pero a la vez intensa súplica, busca el perdón, la reconciliación, la paz consigo mismo y con su Dios.
Uno de ellos se cree con derechos divinos adquiridos mediante la acumulación de actos virtuosos, y supone que por eso mismo tendrá -en esta vida y en la postrera- recompensas y dividendos por su exacta religiosidad.
El otro, se humilla frente a la inmensa santidad amorosa de Dios que lo desborda, y por eso mismo abre las puertas de su corazón a la Gracia, que es mucho más que un cambio de costumbres y actitudes.
Nos queda plantearnos si nuestra plegaria es sólo un discurso, o si en verdad escuchamos y respondemos esa voz paciente que en las honduras de nuestros corazones nos susurra Abbá, asombrosa palabra para el regreso y el perdón y el abrazo.
Paz y Bien
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