La Anunciación del Señor
Para el día de hoy (25/03/14):
Evangelio según San Lucas 1, 26-38
Deliberadamente, la liturgia irrumpe la rítmica penitencial de la Cuaresma con la luminosidad de la Anunciación. No es casual, es causal, pues se trata del mismo amor, porque la Pasión del Señor es la ratificación eterna de ese Dios con nosotros que se nos amanece al calor de Nazareth.
La Palabra nos sitúa en Nazareth, pequeña aldea sin mayor relevancia en los mapas ubicada en la Galilea de los Gentiles.
Varios siglos atrás, había sido ruta de invasión de las tropas asirias: Galilea fué ocupada militarmente, gran parte de su población original deportada y, a la vez, se la colonizó mediante la implantación de población extranjera y pagana. Ochocientos años después, Galilea era mirada con desconfianza y desprecio por la contaminación que suponía esta colonización importada a los ojos puristas de los jerosolimitanos.
Algo de ello veremos en las disquisiciones de Herodes, de los fariseos y de ciertos discípulos -Natanael- al suponer que nada bueno podría esperarse que viniera desde Nazareth, desde Galilea, sambenito clasificatorio de condena perpetua.
Galilea, entonces, es la periferia menor de donde poco o nada ha de suceder, sin un pasado relevante ni un futuro posible y mejor.
Allí en Nazareth se hace presente Gabriel, el mensajero de Dios, despliegue del infinito, irrupción en la historia humana de la eternidad misma. Se le presenta a una muchacha judía -casi una niña- pequeña y sin importancia, comprometida según los usos y costumbres de la época con un hombre llamado José, un carpintero del que se dice que desciende -oscuramente- del rey David; es un carpintero de sangre noble pero muy venido a menos, y parece que lo que importa es precisamente que él regirá como todo varón los destinos de esa niña.
La asimetría es abismal: la eternidad frente a la pequeñez total de la muchachita.
Sin embargo, la presencia de Gabriel allí, en ese lugar, en ese exacto momento de la historia y ante esa niña ínfima es toda una toma de posición del Dios que lo envía.
Es impresionante la actitud del Mensajero: es la voz de Dios, y se dirige a esa muchachita con un respeto y una delicadeza inusuales, como pidiéndole permiso.
María está desconcertada, y es tal vez por ese encuentro tan disímil: ella es tan pequeña y la enormidad de Dios se le hace ajena, no de ella, no para ella. Pero el Mensajero transmite sólo buenas noticias, la mejor de las noticias, y es que Dios está con ella, causa de todas las alegrías, señal para todos nosotros que no quedamos librados a nuestra suerte.
Todo queda en las manos de esa mujer tan joven, que ya no será solamente María, sino que será llamada Llena de Gracia.
Es el tiempo nuevo y asombroso en el que Dios teje la historia junto a la humanidad.
La decisión de esa mujer cambiará el devenir humano, transformará los tiempos, modificará el cosmos.
El sí de María inaugura el tiempo de Dios y el hombre, de Dios con nosotros, de la eternidad urdida en el aquí y el ahora.
Ya nada será lo mismo. La niña será madre del Salvador, madre de una era infinita, madre de los vivientes.
Y todo comienza allí en la pequeñez y el silencio de esa aldea de los bordes, porque el Dios de María de Nazareth germina la vida allí en donde menos se lo espera.
Paz y Bien
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