Para el día de hoy (08/04/15):
Evangelio según San Lucas 24, 13-35
Cosas obvias se nos muestran, y entre ellas, que el centro de todo ya no radica en Jerusalem, la Ciudad Santa, la misma ciudad que aplasta a los profetas, la ciudad en donde es condenado y ejecutado Jesús de Nazareth. Parece haber un desplazamiento hacia las afueras, pero en realidad, se trata de un desplazamiento teológico antes que físico o geográfico: el centro no es Jerusalem y su Templo sino que ahora es la propia persona de Cristo Resucitado.
Dos discípulos se encaminan a Emaús, a diez kilómetros de la capital. No son parte de los Once, no, pero son discípulos importantes, pues todos en la comunidad cristiana cuentan.
Van conversando de todo lo acontecido hace tan poco, el turbio juicio, el arresto, las torturas, la muerte en la cruz como un criminal abyecto del Maestro en quien confiaban y creían. Seguramente estaban agobiados de tristeza -el luto socava- pero no les es ajeno el desconcierto: no entienden o no aceptan ese tipo de muerte, esa derrota para quien suponían un profeta mayor, Mesías de Israel.
La escena es de un color profundamente humano, dos personas que conversan y discuten, que verbalizan el dolor para poder afrontarlo más enteros. Solos no se puede, solos lastima mucho más. Pero también ello implica una cuestión simbólica muy importante: para la ley mosaica, deben ser dos los testigos necesarios para brindar su aserto sobre una veracidad de raigambre judicial y contundente, y de este modo, el Evangelista nos está advirtiendo en forma velada que lo que ha de tratarse es inconfundiblemente crucial y veraz.
El Resucitado, peregrino como ellos y con ellos, se une a la conversación. Ellos no logran identificarle, hay algo en sus ojos que se lo impide, y es necesario que así suceda. Al Cristo Resucitado se lo reconoce con la mirada de la fé, no con los ojos que sólo entreven lo conocido, lo habitual, lo obvio, y se patentiza en la respuesta febril que lanzan: parece que ese peregrino incógnito no sabe nada de lo que ha pasado con Jesús de Nazareth, un profeta poderoso, en quien ellos depositaban sus esperanzas de liberación de Israel.
Ello lo dice todo: Jesús fué un gran profeta, un enorme profeta, pero mucho más que un profeta también, y toda la historia y los profetas que lo precedieron lo señalan a través de los velos del tiempo.
Así entonces el peregrino se pone a explicarles las Escrituras con una paciencia que asombra. No todos tenemos los mismos tiempos y modos de asimilación, a veces la rumia exige paciencia pero certeza en el horizonte al que se arribará.
Al llegar a Emaús el Cristo peregrino no reconocido parece despedirse y seguir su camino.
Esos hombres, aún confusos, le ofrecen con sinceridad hospitalidad en su hogar, y allí mismo florece su Salvación, sagrada urdimbre de Dios y el hombre. Es brindar cálido albergue en esta casa que somos, en la casa que es el corazón, por más claroscuros que se tengan, por más miserias que se tengan a la vista.
Porque el camino de Emaús es el de nuestras vidas y nuestra Salvación.
Siempre nos estamos reencontrando con Cristo y los hermanos en la Palabra y en el pan compartidos, porque Él ha salido a buscarnos, aún cuando a veces no nos demos cuenta de su sagrada presencia.
Paz y Bien
0 comentarios:
Publicar un comentario