Fuente de vida




Para el día de hoy (03/02/15) 

Evangelio según San Marcos 5, 21-43


Jesús regresa desde la otra orilla, siendo ese lugar el ámbito extranjero, pagano, signo de la universalidad de su ministerio, de que el anuncio de la Buena Noticia no está atado a límites impuestos por consideraciones limitantes y discriminadoras.

Todo el capítulo quinto del Evangelio según San Marcos, en cierto modo, parece una sala de hospital por los muchos enfermos de diverso origen, condición y dolencias que se encuentran a ambas orillas del lago, es decir, del lado de Israel y del lado gentil, e inevitablemente a todos la presencia del Maestro trae el bien sin condiciones, la restitución de la salud es también una resurrección, humanidad nuevamente de pié íntegra y libre.

Es necesario detenernos un momentos y observar la situación de los enfermos en el siglo I, en la Palestina de la predicación de Jesús de Nazareth. Todo pasa por el tamiz de los esquemas religiosos imperantes: la religión define todos los órdenes de la vida personal, social, política, cultural y comunitaria, y así el no participar de las actividades cultuales, de los hechos religiosos establecidos implica a su vez una mortandad civil, un ostracismo impuesto, un ser menos o un no-ser.
El parámetro se funda en un Dios distante y castigador, y en un cúmulo de leyes y preceptos de origen indudablemente piadoso, pero que en afanes de celo por una fidelidad tradicional, impone criterios de pureza/impureza, de inclusión/exclusión. La enfermedad como castigo por los pecados propios o de los padres, la enfermedad como condena por un hecho pasado que acuña límites expresos hacia cualquier atisbo de futuro.
Esa impureza es la que excluye al enfermo de la participación ritual, y por ello, el enfermo debe soportar su propio padecimiento y languidecer en soledad. Es más gravosa esa condición de impureza, la que se comprende contagiosa, que se esparce a los que franquean los rigores restrictivos, que el devenir doloroso de la patología. Pacientes terminales por dolencias, pacientes terminales también los que los dejan solos.

En el Evangelio para el día de hoy a la par de la enfermedad nos habla de dos mujeres. Para las sociedades semíticas de ese tiempo, la mujer es sólo un accesorio del varón, sin derechos ni revelancia, acotada a parir hijos y a obedecer sin cuestionamientos. Lamentablemente ciertos aspectos aún persisten, y más lamentable aún es el surgimiento de una ideología de género que es el reflejo de una mentalidad de ghetto, de discriminación positiva.

Las dos mujeres se ubican en los extremos de la existencia. 

Una de ellas,  padeciendo desde doce años atrás intensas metrorragias sin médico eficaz y sin remedio, una mujer a la que la vida se le escapa paulatina y constantemente en la sangre que pierde, una mujer imposibilitada de tener intimidad y de ser madre, y peor aún, una mujer condenada a vivir en soledad, a no poder dirigirse a su Dios rodeada de los suyos -la religión, como decíamos, lo es todo-, una mujer que debe autorestringirse para no transmitir de manera cuasi viral esa impureza a cualquier otra persona a la que contacte.
La otra es una niña, pero es una mujer recién florecida a la mentalidad de la época, tallo joven truncado sin sueños a concretar, sin ilusiones, sin proyecto, una vida sesgada antes de tiempo. Quizás se ha dejado morir aunque no sepamos la causa, y quizás sea alguna clase de anorexia, toda vez que el Maestro indica luego de que la regrese a la vida que le den de comer. Las estridencias del llanto son signo de una muerte que duele mucho, que acrecienta el luto interior.

Pero hay más, siempre hay más.

La Encarnación de Dios es un misterio insondable de amor, de un Dios que en nada se reserva, que se brinda por entero, que se hace tiempo, historia, padre, hermano, hijo, vecino. Se inaugura un tiempo santo y propicio -kairós- de Dios y el hombre, y si hay un distingo es aquél que dice que ya no se puede ser espectadores pasivos de un destino predeterminado, a sufrir con resignación. La vida se edifica, y requiere corazones atrevidos, que se animen a llegarse a ese Cristo que es fuente de vida, que a todos recibe, que siempre se acerca, Cristo caminante por nuestras existencias, Cristo que pasa y se detiene allí en donde la vida ha sido menoscabada, en donde la humanidad se ha visto reducida en menos por ciertas imposiciones crueles, y más cruelmente aceptadas y toleradas como si nada.

El padre de la niña, Jairo, es un jefe sinagogal: es un laico de gran relevancia y prestigio que ordena y organiza el culto allí en donde la vida de Israel se centra cada sábado. Por ello mismo está en una vereda opuesta a la predicación de ese joven rabbí galileo pobre y sin antecedentes, nazareno revoltoso que les quiere hablar de un Dios que ellos no quieren ni mirar, un rechazo que en un crescendo brutal culminará en la condena a la cruz.
La mujer sabe que está restringida a la soledad, que su condición es viral: contagia su impureza -que no su enfermedad- a ese Cristo que toca su manto y a la multitud abigarrada también.

En ambos, hay un salto enorme de ruptura, un hecho de fé en ese Cristo que es liberación. Por ello es que los Evangelistas, con infinita sabiduría inspirada, hacen sinónimos a salud y a salvación, humanidad que se restituye, preanuncio cierto de la Resurrección que es la afirmación definitiva por parte de Dios de una vida que persistirá.

¡Talita Kum! es la expresión aramea para que la niña despierte, y sea también para nosotros un llamado de atención a tantas cosas que toleramos y en las que nos hemos adormecido, y una invitación a acercarnos, a confiar, a celebrar una vida que, con todo y a pesar de todo, es sueño de ágape y plenitud.

Paz y Bien
 

2 comentarios:

Caminar dijo...

Gracias, Ricardo por tu comentario en el blog.
Dios te siga bendiciendo. Cuenta siempre con mi pobre oración. Un abrazo en Cristo.

pensamiento dijo...

Sólo Dios es dador de vida, hemos de reconocernos necesitados de Dios, y descubrir en cada momento que vivimos que sólo Él, puede darnos vida, gracias por su compartir.

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