Evangelio según San Juan 14, 21-26
Quien más, quien menos, todos tenemos uno o más sitios a los que nos sentimos ligados por los afectos, por devoción, por espiritualidad; en fin, por cuestiones de Dios.
Humildes capillas, pequeñísimas ermitas o imponentes basílicas son esos lugares en donde expresamos la fé, nos reunimos como familia de Dios, elevamos súplicas de perdón y de petición y realizamos ofrendas y promesas de gratitud. En muchos lugares las peregrinaciones a esos santuarios son conmovedoramente multitudinarias, pueblo de Dios en marcha.
Todo ello es bueno, es salud para nuestras almas pues hay fé y hay oración de la comunidad y por eso mismo Cristo está presente, aunque hemos de tener cuidado con ciertas desmesuras, ciertas tendencias escondidas a vindicar las construcciones y no honrar a Aquél que les otorga pleno sentido, y también la tentación de la masividad como exhibición -a veces obscena- de un poder desprendido de los números y las masas.
Más allá de todo ello, la revelación de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth establece de modo definitivo un asombroso misterio de identidad, ajeno a cualquier parámetro de razón mundana, inasible con cualquier tipo de molde o esquema.
Así, la identidad cristiana ya no surgirá de la aceptación de conceptos abstractos, de la adhesión a doctrinas o de la simple pertenencia, sino antes bien de vivir y respirar ese único mandamiento que es también nuestra herencia infinita, el amor, esencia misma de Dios.
Nuestra identidad cristiana quedará en evidencia si amamos como nos ha amado Cristo y del mismo modo en que Él, con toda su vida, nos ha enseñado a amar. Por eso mismo una fé sin frutos de justicia, de misericordia, de fraternidad no es verdaderamente una fé sino una mera creencia menor declamada.
Y si nos mantenemos fieles a su Palabra, en todos esos variados rebaños y con destino a un hogar para todos con múltiples habitaciones, hemos de descubrir que Dios no está para nada lejos, sino que habita los corazones de las mujeres y los hombres que tengan el coraje y la locura de atreverse a amar, a reconocerse entre sí como hijos y por tanto, hermanos.
La presencia real de Dios está en el hermano, y es ese prójimo que debemos edificar y descubrir el verdadero santuario, templo santo y latiente del Dios de la Vida, y el culto primero es la compasión.
Paz y Bien
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