Para el día de hoy (22/05/14)
Evangelio según San Juan 15, 9-11
Contrariamente a lo que se estila caracterizar, la alegría no es euforia ni un sentimiento pasajero de bienestar.
La alegría verdadera es duradera, perdurable y no es una emoción individual: es más bien fruto del encuentro, y muy especialmente de eso que llamamos concordia, es decir, la puesta en común de los corazones aún con todas las disimilitudes que solemos portar.
No es tarea sencilla pues no es nada fácil el conocimiento y re-conocimiento del otro como tal, y es una situación que se torna álgida y primordial cuando ese otro ha sido preclasificado como adversario o, peor aún, como enemigo.
En la comunidad cristiana, la alegría debería ser síntoma y a la vez señal, aunque quizás estos dos términos sean muy parecidos, que no sinónimos.
Síntoma pues denota salud en las almas que se reunen en torno a Cristo, congregadas por su Espíritu, y en las cuales prevalece el servicio, el cuidado, el amor generoso y desinteresado que es la misma esencia de Dios.
Señal pues la comunidad cristiana que es fiel al Maestro -sarmiento firmemente unido a la vid verdadera- arroja destello de luz y auxilio en un mundo en donde son tristemente habituales los odios y las sombras de la discordia, el olvido y los rechazos.
Hablamos de reciprocidad, una reciprocidad que excede la obligación tabulada y que es el producto grato de la amistad, de salir en búsqueda del otro, de propiciar el encuentro porque en el otro adivinamos y descubrimos el rostro de Dios.
Y cuando en comunidad esa alegría trasciende las limitaciones espacio temporales deviene en plenitud, en felicidad, pues lleva el germen santo del amor de Dios y la redención de Cristo.
Paz y Bien
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