Para el día de hoy (07/10/19)
Evangelio según San Lucas 10, 25-37
La parábola del Buen Samaritano es, sin lugar a dudas, conmovedora, pero a la vez sorprende por su secularidad.
El doctor de la Ley se acerca a Jesús con un talante escrutador, inquisitivo, bien diferente a un corazón humilde sediento de verdad. No se pueden negar sus conocimientos, más la erudición no implica necesariamente sabiduría; este hombre es experto en religión pero raso en cordialidad, y por ello busca de algún modo justificarse frente al elogio del Maestro, y a su vez formula una pregunta de modo falaz. Su pregunta induce a error pues supone una teorización pura, dogmática y objetiva, acerca de quién debe ser considerado como prójimo, es decir objeto de amor, de cuidado y de respeto. Ello lleva a una conclusión obvia y tácita: si el prójimo está determinado de antemano, algunos lo serán y otros nó.
Por eso mismo el Maestro responde con una pregunta. No intenta eludir, porque en realidad la pregunta del letrado lleva en sí implícita la respuesta. Pero se ha inaugurado un tiempo nuevo, un tiempo definitivo, el tiempo de la Gracia, el Reino aquí y ahora. Y en el ministerio de Jesús de Nazareth se revela la esencia misma de Dios que sale al encuentro del hombre, que se aproxima, que se aprojima, y que no hace distingos ni excepciones.
Para el doctor de la Ley -estricto en su exégesis específica de la Torah- prójimo es el que es hijo de Israel como él, o bien aquél que nacido en otras tierras pero que, residiendo en la nación judía, ha adoptado sus tradiciones, su cultura y sus costumbres. Así, todo aquél que no encaje dentro de estas categorías, no es digno de ese amor debido: aquí encontraremos a todos los gentiles/extranjeros, y a aquellos que viven una religiosidad judía a medias, sin voluntad de perfeccionarse, o impurificada deliberadamente como los originarios de Samaria, a quienes se profesaba un viejo odio enconado y un encendido desprecio ritual. De un samaritano nada bueno ha de esperarse, nunca, jamás.
En su parábola, el Maestro relata que un hombre baja de Jerusalem a Jericó, y la descripción es exacta, pues la Ciudad Santa se encuentra a aproximadamente 740 metros sobre el nivel del mar, mientras que Jericó a 350 metros. En el siglo I, las dos ciudades están unidas por un camino sinuoso, en parte nutrido por grandes formaciones rocosas que hacen posible que se tiendan emboscadas y se asalte violentamente a los viajeros, por lo que resultaba habitual que los viajes se realicen en caravanas. Por ello la mención a ese hombre solitario se corresponde, quizás, con ese riesgo latente, riesgo que asume y que le ocasiona un terrible gravamen: termina molido a palos y abandonado, descartado a la vera de la ruta.
Por allí pasan por el mismo camino un sacerdote y un levita, emblemas de la ortodoxia religiosa de Israel, ejemplos preclaros de una fé oficializada: a la vista del caído, cada uno a su tiempo, ambos pasan de largo. Quizás conozcan de antemano las precauciones que han de tenerse al transitar esa ruta, y por ello consideren que el caído es responsable de lo que le ha sucedido por ir solo. De algún modo, lo que le sucede lo tiene bien merecido. Pero en ellos dos priman las prescripciones de esa ley a la que se aferran con fanatismo, y ese hombre parece muerto, y las normas prescriben que no hay que tener contacto con un cadáver para evitar volverse un impuro ritual, y con ello impedidos -sacerdote y levita- de cumplir con sus funciones litúrgicas en el Templo. Desde el legalismo religioso, su actitud es exacta.
Sin embargo, de quien nada puede esperarse, el maldito, el odiado samaritano, es quien se detiene, que no se conforma con ser espectador. Lo mueve la compasión, es decir, asume como propio el sufrimiento del otro. El samaritano es, en cierto modo, el antirreligioso por excelencia: pero él no ha consultado el manual para saber quién es su prójimo. Él mismo se ha hecho prójimo del caído, del que molieron a palos y agoniza a la vera del camino, y no le pregunta ni pertenencias ni responsabilidades. Se aproxima, aprojima sin darle vueltas a la cuestión, sin establecer condiciones objetivas: hay alguien que sufre, y el socorro no admite demoras.
Cristo ha revelado que el amor, esencia divina, tiene dos aspectos indisolubles, el amor a Dios y el amor al prójimo, ríos caudalosos de la misma agua fresca. Y en esa sintonía santa, el samaritano, como nadie, ha asumido ese amor, que está muy lejos de cualquier ritualismo, y que ha de vivirse en la misericordia y el socorro cotidianos.
Porque la única religión verdadera es la compasión.
Paz y Bien
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