Para el día de hoy (14/10/19):
Evangelio según San Lucas 11, 29-32
La raíz de la crítica de Jesús a su generación -y a todas las generaciones similares- es la búsqueda de hechos prodigiosos, mágicos, signos en modo espectacular que, de algún modo, legitimen el obrar de Cristo. Pero en realidad, el requerir una señal de esas características en el fondo oculta las ganas de no querer creer, y de pasar por alto el testimonio solar y luminoso de toda la existencia y enseñanza de Jesús de Nazareth, signo absoluto del amor de Dios. Porque todo se oculta a la mirada mezquina de la razón subjetiva, pero resplandece a los ojos de la fé.
Así el Maestro afirma que a esa generación no se le brindará otra señal que la de Jonás. Detengámonos por un momento en esa historia.
Jonás era un profeta elegido por Dios para predicar la conversión a los habitantes de Nínive, capital del imperio asirio, quienes eran feroces enemigos de Israel. En la memoria colectiva judía, perduraban las derrotas y las humillaciones conferidas por los ejércitos y los reyes asirios, y si a eso le añadimos las tradiciones religiosas, cualquier varón que se reconozca como hijo fiel de Israel no sólo evitará todo contacto con ese pueblo extranjero y pagano, de dioses extraños, sino que a su vez deseará -razonablemente- la destrucción de ese enemigo que está muy cerca de sus fronteras, en ansias de prodigar cierta tranquilidad política y geográfica. También, la desaparición de un enemigo fuerte aumenta las posibilidades de Israel de erigirse como potencia sin competencia.
Sin embargo, Jonás es enviado a los ninivitas a predicar el arrepentimiento y la conversión bajo apercibimiento de una destrucción cercana.
Una lectura lineal nos conduce a imaginar a un Dios que elimina con un simple gesto a los enemigos de su pueblo, sembrador de venganza, de muerte y destrucción. Sin embargo, se trata de algo mucho más profundo, y es que la elección de una vida en pecado -es decir, en deterioro progresivo por el mal vivido- conduce necesariamente al abismo. Somos nosotros los que nos aniquilamos en nuestras miserias.
Jonás es reticente y renuente a ir hacia la capital enemiga, más los motivos no son los que imaginamos. Él sabe bien que el Dios de Israel es rico en misericordia, clemente y compasivo, lento para la cólera, y lo que en realidad está ofreciendo a los ninivitas es una mano amiga de Salvación. En su prejuicio, huye hacia Tarsis. Prefiere escapar de la misión que Dios le ha confiado a ser artífice de que la misericordia llegue a esos extranjeros que odia y desprecia. Prefiere la destrucción de los asirios, sin darse cuenta que así socava sus mismos días, y su vida es la que queda malherida, en grave riesgo.
La amenaza de un naufragio lo arroja a las aguas encrespadas del mar, y pasa días en el vientre de una ballena, sepulcro viviente para su espanto y su reflexión. Esa muerte lo devuelve luego de tres días -signo de la Resurrección de Jesús- y su rostro marcado por la terrible experiencia de la muerte cercana y de esa bondad de Dios que lo confunde, lo vuelven indubitablemente creíble y fiable, con la entereza que solemos encontrar en la integridad de tantos hombres y mujeres. Esa entereza convence a los ninivitas, que se convierten a la misericordia de Dios desde el mismo rey al último de los súbditos, incluido el ganado.
Jonás es una señal inequívoca y asombrosa para los judíos de su tiempo: el amor y la misericordia de Dios no tienen límites. Las restricciones las imaginamos e imponemos, y por eso mismo Jonás también es una señal para todos nosotros, que solemos apropiarnos de manera monopólica de las bondades divinas.
Pero este Dios llueve su bondad y su perdón a todas las naciones, y se desvive para que las gentes emprendan el camino del regreso a la humanidad plena, y esto lo sabemos por la revelación de Jesús de Nazareth, que sin lugar a dudas, es algo más, mucho más que el bueno de Jonás.
Paz y Bien
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