Quinto Domingo de Cuaresma
Para el día de hoy (07/04/19):
Evangelio según San Juan 8, 1-11
Una necesaria mención previa: estudios bíblicos y exegéticos señalan que la lectura que hoy nos convoca, no pertenecía originalmente al Evangelio según San Juan. Su estilo literario refleja más la estética lucana antes que la joánica, y más aún, la lectura de los párrafos precedentes y posteriores de dicho Evangelio pueden leerse en forma conjunta y con una línea de continuidad en la que esta lectura podría saltearse sin problemas. Misterio de las primeras comunidades cristianas, lo que a nosotros nos vale es que sea canónico, es decir palabra inspirada por el Espíritu que nos comunica la enseñanza de Cristo, lo que verdaderamente cuenta y queda.
La escena es terrible. Una mujer, sorprendida en adulterio, llevada a los empujones y puesta en medio de todos -delante del Maestro también- para una mayor humillación, haya hecho lo que haya hecho. Está a un paso de ser lapidada, y no es difícil imaginar a los condenados que transitan desde la celda al patíbulo con eficaces verdugos abriéndole paso, un muerto que camina. Ella está prácticamente muerta, aún cuando no hayan volado las piedras.
La discusión que le plantean parece tener un marcado viso judicial, como si fuera una discusión tribunalicia dialéctica acerca de ciertos postulados legales; en realidad, se trata de falacias, es decir, de razonamientos que inducen a error bajo una pátina de razonabilidad. En términos más sencillos, se trata de una trampa cuidadosamente elaborada para que el Maestro tropiece y así, a la vista del pueblo al que está enseñando, sea defenestrado y acusado de delitos gravísimos.
En apariencia, el argumento de esos hombres es puntillosamente legal: la Torah preve para un hombre y una mujer sorprendidos en adulterio la pena de muerte por lapidación. Ello tendrá sus variantes de acuerdo al estado de la mujer -soltera, casada, prometida-, y en este caso se ejecutará con presteza a la mujer. Nada se dice del otro partícipe necesario, el varón, y más allá de cualquier vana y banal discusión de género, hay cierta misoginia allí con un fuerte talante despectivo. A los condenados se los debe llevar a las puertas de la ciudad, es decir, fuera del égido comunitario, y quizás nos anticipa la propia muerte del Señor como un delincuente en el Gólgota, fuera de la ciudad.
Pero no debemos olvidar lo que el texto nos advierte de antemano, que la intención era ponerlo a prueba y de ese modo obtener pruebas que lo incriminen.
Llama muchísimo la atención también la actitud del Señor frente a la furibunda diatriba de los acusadores. Parece no afectarle demasiado la cuestión, y a pesar de las pretendidas prisas de esos hombres, Él escribe en el suelo. La calma de los justos saca de quicio a los violentos, y a pesar de la gravedad del momento, a nosotros tal vez la escena nos arranque una sonrisa. La paz inalterable del Maestro que descoloca las furias de esos hombres religiosamente enojados.
Respecto de lo que el Señor escribía en el suelo, numerosos y grandes autores han reflexionado a lo largo del tiempo acerca de ello. Aquí, con las limitaciones más que evidentes, humildemente se sugiere que la acción es plena de símbolos: el pecado se escribe en la tierra, miserias que dispersa el viento sin vuelo ni lejanía. Lo que cuenta es que nuestros nombres esté inscritos en el cielo, en el infinito corazón amoroso de Dios.
Pero hay más, siempre hay más. Las piedras férreamente aferradas en las manos de esos hombres no son tan duras como lo son sus corazones, y por eso -como enseña San Agustín- el Maestro enseñe con más facilidad a la tierra sobre la que escribe que a esas almas cerradas, petrificadas.
La falacia se hace evidente: si Jesús de Nazareth concede que corresponde ejecutar a esa mujer, frente al pueblo su imagen de Maestro bondadoso que come con pecadores se desvanece con rapidez, y su enseñanza de un Dios que es Padre misericordioso es sólo una mentira. Por otro lado, si se opone -según el planteo de escribas y fariseos- es un infractor de la Ley, un blasfemo que hace méritos para ser condenado.
También no se puede dejar de lado la cuestión romana. El pretor -la autoridad imperial- es amo de territorio, cosas y personas; ninguna ejecución puede llevarse a cabo por otra mano que no sea romana, y quizás los escribas especulen con ello.
La Ley estipulaba que una mujer condenada debía ser sorprendida en flagrante adulterio por más de un testigo, y que serían los testigos de esa flagrancia los primeros en arrojar las piedras que acabarían con su vida -Dt 17, 2-6-. Por eso mismo su respuesta.
Él no cuestiona la Ley. Lo que está en entredicho es la autoridad moral de esos hombres, tan pecadores como esa mujer -como todos nosotros-, tan necesitados de la misericordia de Dios. Porque si nuestro Dios actuara según nuestros criterios retributivos de justicia, nadie se salvaría del fuego.
La presunción de los condenadores es ilegítima y falaz, y el Dios de Jesús de Nazareth no es un juez severo ni un rápido verdugo eficaz, sino un Padre bondadoso que abraza a todos los hijos perdidos, un Dios que nunca descansa por el bien de todos. De los fariseos y escribas, de esa mujer, de todos y cada uno de nosotros.
Las piedras que se abandonan no son signo único de una derrota dialéctica, sino señal de una realidad que hasta el momento no se reconocía, y es que esos hombres deben convertirse también si no quieren perecer en sus miserias.
La vida rescatada de la mujer casi muerta es ocasión de celebración, por el horror que se ha eludido pero por el nuevo comienzo ofrecido desde la bondad infinita de un Dios que sale en nuestra búsqueda, que quiere que tengamos una vida plena y feliz, que dejemos atrás los quebrantos, que no volvamos a la esclavitud.
Nos espera a pura bondad la tierra prometida de la Gracia.
Paz y Bien
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