Para el día de hoy (09/04/19)
Evangelio según San Juan 8, 21-30
Los enemigos del Maestro no escatimaban insultos ni descalificativos hacia su persona. Que era un borracho o un glotón. Impresentable amigo de prostitutas y publicanos. Un carpintero con torpes ínfulas de doctor. Un endemoniado, un blasfemo, un loco peligroso. Todos esos epítetos, de verificarse legalmente, le acarreaban durísimas penas, incluso la muerte que se expone como el objetivo mayor. No obstante y como siempre lo han hecho los miserables, la descalificación tiende a aislar a la víctima, royendo su honor, su carácter, su entereza y haciendo que lo que diga y haga torne, cuanto menos, ridículo.
Hoy, nos encontramos con una nueva imputación que le endilgan: lo sindican como un suicida en ciernes.
Esos hombres estaban enfermos de literalidad, pues tomaban al pié de la letra su afirmación de que donde Él iría, ellos no podrían ir.
El Maestro lejos estaba de ser un suicida. Él entregaba su vida voluntaria y libremente como señal absoluta del amor de Dios al mundo. Esa señal sólo puede comprenderse -mucho más allá de los acotados parámetros de la razón- desde la fé, una fé que enciende la mirada sobre la persona de Jesús de Nazareth.
Porque la fé cristiana es creer en Alguien antes que en algo, en una doctrina o en la aceptación de normas y preceptos.
Esos hombres podrían vivir -biológicamente- muchos años, pero estaban muertos de antemano. Morir es aferrarse a la oscuridad, renegar de la luz, hundirse con fervor en las tinieblas a pesar de la mano cordial que Dios nos tiende a cada paso.
Para esos hombres, la cruz implicaría una derrota sin ambages y una maldición, la contundencia de las sombras y el horror.
Para nosotros, humildemente y desde nuestras miserias, la cruz que se levanta con el Cristo de todos los dolores asumidos es la luz que nos dice que Dios nos quiere, que Dios nos ama, que vida que se ofrece es vida que se multiplica como el pan bendito.
Paz y Bien
Hoy, nos encontramos con una nueva imputación que le endilgan: lo sindican como un suicida en ciernes.
Esos hombres estaban enfermos de literalidad, pues tomaban al pié de la letra su afirmación de que donde Él iría, ellos no podrían ir.
El Maestro lejos estaba de ser un suicida. Él entregaba su vida voluntaria y libremente como señal absoluta del amor de Dios al mundo. Esa señal sólo puede comprenderse -mucho más allá de los acotados parámetros de la razón- desde la fé, una fé que enciende la mirada sobre la persona de Jesús de Nazareth.
Porque la fé cristiana es creer en Alguien antes que en algo, en una doctrina o en la aceptación de normas y preceptos.
Esos hombres podrían vivir -biológicamente- muchos años, pero estaban muertos de antemano. Morir es aferrarse a la oscuridad, renegar de la luz, hundirse con fervor en las tinieblas a pesar de la mano cordial que Dios nos tiende a cada paso.
Para esos hombres, la cruz implicaría una derrota sin ambages y una maldición, la contundencia de las sombras y el horror.
Para nosotros, humildemente y desde nuestras miserias, la cruz que se levanta con el Cristo de todos los dolores asumidos es la luz que nos dice que Dios nos quiere, que Dios nos ama, que vida que se ofrece es vida que se multiplica como el pan bendito.
Paz y Bien
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